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Los amigos no son buenos vigilantes

Ignacio Alvarado Álvarez| El Universal
Miércoles 26 de agosto de 2009
Creada en octubre de 2003, la Secretaría de la Función Pública tenía objetivo claros: prevenir, abatir y sancionar los abusos en la administración pública y transparentar al gobierno. Pero fracasó desde su origen. Expertos y analistas señalan que el daño fue causado por los Presidentes: nombraron como titulares a sus allegados

(PRIMERA PARTE)

politica@eluniversal.com.mx

El tráfico se desquicia ante tres oficiales de vialidad que quedan como simples espectadores del caos. Ninguno de los conductores atrapados en el nudo levanta la vista para que la autoridad interceda. Los oficiales carecen de respeto, son una nulidad.

La escena de un conflicto pequeño y cotidiano como éste en casi cualquier urbe mexicana no es trivial. Para algunos investigadores es evidencia de la gran corrupción institucional y señal del fracaso gubernamental para imponer una cultura de la legalidad.

La invisibilidad de los oficiales de tránsito se gesta en las más altas esferas de gobierno, donde la cultura de la legalidad, dice Israel Covarrubias, director de la revista especializada Metapolítica, se ha transformado en una cultura de la “lealtad jurídica”, en la que extorsiones y sobornos de quienes cobran pagos extraoficiales obligan a la complicidad.

“Cuando se castiga a un funcionario, en realidad no es por corrupto, sino porque ha mediado una decisión política que lo señala como culpable, es decir, los castigos y controles a la corrupción siguen siendo políticos, no legales. Por eso el estrepitoso fracaso de la cultura de la legalidad”, explica.

“En un contexto así, las campañas que buscan mediante bombardeos publicitarios crear una conciencia ciudadana que acabe con el círculo de la corrupción, es ingenuo y poco realista”, añade Covarrubias.

“Hay que recordar que las sociedades se mueven por estrategias cotidianas de realismo político. ¿Qué quiere decir esto? La ley es una noción que no representa un elemento fuerte de cohesión social ni que produzca sentido en el orden de lo social”, establece.

En octubre de 2003, el Senado aprobó crear la Secretaría de la Función Pública, en sustitución de la Secretaría de Contraloría y Desarrollo Administrativo (Secodam).

En vigencia desde el 1 de enero de 2004, la dependencia tenía como objetivo prevenir, abatir y sancionar corrupción e impunidad en la gestión pública, dotar de transparencia al gobierno y administrar el patrimonio inmobiliario federal. Es decir, crear otra cultura.

Tales propósitos, dice María Teresa Magallón Diez, jefa del Área de Estado, Gobierno y Políticas Públicas de la UAM Azcapotzalco, cumplían los ordenamientos del Consenso de Washington, con el cual se diseñaron programas económicos para América Latina.

Pero el objetivo fracasó desde el origen. El pecado original, dice la experta, fue incorporar esquemas del sector privado al público.

“¿Qué es lo que hace la Secretaría de la Función Pública a partir del sexenio foxista? Implementa modelos de calidad total tomados del sector privado. Así implementó el llamado modelo Intragob, que eran ocho criterios de calidad a partir de los cuales cada institución presentaba avances y se le evaluaba con base en índices cuantitativos”, refiere.

Intragob fue el modelo mediante el cual la secretaría pretendió, entre otros, simplificar la prestación de servicios de la Administración Pública federal, fortalecer el servicio civil de carrera y trasparentar el ejercicio de las instituciones de gobierno.

Uno de sus creadores fue Ramón Muñoz Gutiérrez, jefe de la oficina de la Presidencia para la Innovación Gubernamental en la gestión de Vicente Fox y actual senador.

Muñoz, a quien Lino Korrodi señala como el hombre que de verdad armó el gabinete del sexenio anterior, dejó sentadas las bases operativas de la Secretaría de la Función Pública y como tal fue uno de los promotores de ese traslado de esquemas del sector privado al público mencionado por Magallón.

Su trayectoria como funcionario todopoderoso no escapó del escándalo. En diciembre de 2007, diputados federales demandaron una investigación en su contra por anomalías advertidas en la firma de contratos de Enciclomedia, por los cuales el Estado debe pagar 31 mil millones de pesos entre 2008 y 2011.

Existe la presunción de que Muñoz, como jefe de la oficina presidencial, influyó en el nombramiento de Francisco Medellín como contralor interno de la Secretaría de la Función Pública, después de fungir como Oficial Mayor de la SEP, desde donde se habrían propiciado dichas irregularidades.

Al margen de escándalos, el traslado de esquemas de la gestión privada a la pública no es sino una gran simulación de la eficiencia y la honestidad que hasta hoy se pretende con la concesión de reconocimientos, sostiene la investigadora de la UAM.

Traslape de esquemas

Magallón cita a las multipremiadas por el gobierno de Vicente Fox, Servicio de Administración Tributaria (SAT) y Petróleos Mexicanos (Pemex), como ejemplo de la farsa:

“El SAT fue premiado en materia de calidad por el nuevo esquema de pagos electrónicos de impuestos, la oficina virtual del contribuyente y la firma electrónica avanzada. Sin menospreciar estos logros, no podemos hablar de que el SAT fue una institución de calidad porque el proceso sustantivo del SAT es la recaudación y hoy el cobro fiscal coactivo no existe. La evasión fiscal está por 40%”.

La eficacia de esa dependencia, insiste, es escasa: las devoluciones fiscales, por ejemplo, se concentran en algunos grandes contribuyentes y existe entre ellos quien paga servicios legales, contables y fiscales de muy alto nivel para eludir las contribuciones.

“Es decir, el proceso central del SAT, que es la recaudación fiscal, no se cumple ni con eficiencia ni con calidad. Y, entonces, ¿para qué sirve el Intragob? Para legitimar un mito, para afirmar que en este régimen se trabaja con eficiencia y calidad”, afirma Magallón.

Pemex es otro caso emblemático del reconocimiento a la calidad. Dice: “El proceso sustantivo de Pemex es mantener la soberanía energética de este país, y eso no se ha logrado, y tampoco no está certificado. Aquí lo que importa es la mayor eficiencia en procesos aislados, en trámites que a la larga o a la corta tienen que salir, sea con reconocimientos o sin estos. Lo que premia la Función Pública, lo que premió el sexenio foxista, son procesos de apoyo y, sin embargo, se presumen como si fueran logros de un régimen”.

La corrupción institucional es el otro ámbito que los analistas señalan como ejemplo de inutilidad de la SFP.

En enero de 2002, Francisco Barrio Terrazas, entonces titular de la Secodam, anunció ante empresarios y otros secretarios de Estado reunidos en Ciudad Juárez la inminente caída de “peces gordos”. Desde hacía cuatro semanas la dependencia federal había interpuesto demanda contra Pemex por el desvío de mil 480 millones de pesos.

Además, había investigaciones contra funcionarios de la Lotería Nacional, ISSSTE, Banrural, Policía Federal Preventiva y la Comisión Federal de Telecomunicaciones.

En tres años al frente de la secretaría, Barrio produjo marcos normativos y consolidó la Ley Federal de Transparencia y Acceso a la Información. En su despedida dijo haber advertido más de 2 mil áreas críticas en la función pública y refirió el diseño de más de 2 mil 600 acciones para contrarrestarlas.

Sin embargo, la cultura de la legalidad y el ejercicio transparente no se alcanzó.

“Eso es imposible cuando una secretaría vigilante es juez y parte. Un gobierno no puede vigilarse a sí mismo, sobre todo en actos de poder, porque siempre será una contradicción”, dice el investigador en Políticas Públicas y Gobernabilidad del México Contemporáneo de la UAM, Gilberto Calderón.

Traslado de funcionarios

Barrio llegó a la Secodam con buena parte del gabinete que lo acompañó como gobernador, un ejercicio clásico de la clase que asume responsabilidades de gobierno y, de acuerdo con el investigador, perpetúa la corrupción e ineficiencia de las instituciones públicas.

“Son puestos patrimonialistas y quienes los ocupan jamás se sienten servidores de la sociedad”, sostiene. “Por eso, desde Barrio hacia acá no tenemos ningún caso donde se castigue ejemplarmente a aquel funcionario que no realiza una función correcta o comete omisiones que dañan la función pública y, con ello, a la sociedad”, agrega.

Gilberto Calderón ejemplifica también con el caso de Germán Martínez, uno de los hombres más allegados al Presidente de la República, a quien se le concedió la titularidad de la SFP al abrir el sexenio. “La secretaría debe desaparecer y crearse un órgano ciudadano; está visto que sólo se ha beneficiado a individuos, grupos políticos y empresariales”.

Martínez renunció a finales de septiembre de 2007 para ser dirigente nacional del PAN. En su sustitución entró otro michoacano: Salvador Vega Casillas, quien era subsecretario de la Función Pública.

Ese cambio de estafeta en esta y otras dependencias de gobierno parece repercutir en la percepción ciudadana sobre la honorabilidad de sus instituciones gubernamentales.

En 2007, el Índice Nacional de Corrupción y Buen Gobierno de Transparencia Mexicana estimó los actos de corrupción en otorgamiento de servicios públicos en 197 millones, cifra mayor a los 115 millones de 2005. Ese año, según el organismo, se pagaron más de 27 mil millones de pesos en mordidas, superiores a 19 mil millones de pesos de 2005.

Debacle en credibilidad

Un año más tarde, la lista sobre la percepción de la corrupción institucional de Transparencia Internacional situó a México en la posición 72, de 180 naciones evaluadas por sus propios ciudadanos.

El presidente Felipe Calderón anunció en diciembre de 2008 un programa de “cero tolerancia” a la corrupción institucional, luego de informar la sanción de unos 11 mil funcionarios en los primeros dos años de su gestión. EL UNIVERSAL buscó a Vega Casillas para tratar el tema... la entrevista fue rechazada.

María Teresa Magallón cree, sin embargo, que ese tipo de discursos presidenciales no sirven. Lo hecho por Calderón con la secretaría —destaca— no es sino una “versión resemantizada” del Intragob, instrumentado por Vicente Fox, que adolece por igual de profundidad y criterios honestos.

“¿Partieron de un diagnóstico de, por ejemplo, en qué estado se encuentra en materia de transparencia, eficiencia, acceso a la información cada institución pública? Pareciera que no. Sólo generaron otro programa de calidad estandarizado, homogéneo, al cual se tienen que sujetar lo mismo militares que policías, que personal de PGR y personal del SAT”.

Magallón describe a la secretaría como una entidad aislada, sin enlace con el ente que regula la propia función de la Auditoría Superior de la Federación, y sin legitimidad para sancionar a otras secretarías de Estado.

La secretaría, dice, no aplica siquiera su sistema de racionalización de estructuras. Y pone un botón como muestra, el del titular de la Unidad de Política de Mejoras de la Gestión Pública, de la que dependen tres direcciones generales y, a su vez, de cada dirección general cuatro subdirecciones.

“No es una cosa menor: en su portal de transparencia aparece que la remuneración total bruta de un director general de la Secretaría de la Función Pública va de 135 mil 826 pesos hasta 192 mil 530 pesos. Esa es la racionalización de estructura”.

Bajo ese esquema, es imposible llamar a un nuevo orden perceptivo, dice Israel Covarrubias. De ahí que en servicios públicos cotidianos, como la recolección de basura, requieran de soborno para llevarse a cabo, o que persista la devaluación de la autoridad.

El fracaso tiene un trasfondo claro y contundente, afirma: la misma corrupción. “En esta y otras secretarías vemos a los amigos y parientes dentro de los organigramas, no a profesionales. Incluso se han terminado por destrabar los servicios de carrera de algunas de ellas (tenemos el caso sintomático de Relaciones Exteriores). Por ello el discurso de la eficacia es un discurso vacío”.

 



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