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Un adiós consumado entre impotencia y dolor

Fidel Samaniego| El Universal
Viernes 07 de noviembre de 2008

fidel.samaniego@eluniversal.com.mx

Jaló aire, lo más que pudo. Lo dejó salir lenta, muy lentamente. Después, el Presidente de la República inició la ca-minata hasta llegar a su sitio en el centro del estrado. A su izquierda quedó un espacio vacío, el que corresponde en las ceremonias oficiales al secretario de Gobernación. Entonces, Felipe Calderón llevó su mirada al frente, y encontró la sonrisa abierta de su amigo. Una sonrisa, fatalmente, de cartón. Era la fotografía de Juan Camilo Mouriño ante su propio féretro.

Un hombre inocultablemente devastado, apesadumbrado. Un Presidente herido. Él, con su dolor, solo entre tantos. Era un acto al que seguro nunca hubiera querido asistir en su vida: el del homenaje a su compañero muerto y, también, en memoria de quienes fallecieron en un avión que de pronto se convirtió en ardiente tumba.

Felipe Calderón Hinojosa y, junto a él, Margarita. Él y su ensimismamiento. La cabeza, constantemente gacha. Y las manos que en varios momentos se hicieron impotentes o rabiosos puños.

Llenas estaban las tribunas del Campo Marte. En el centro del mismo, los ataúdes, todos cubiertos por la Bandera Nacional, y los rostros alegres, con vida, las fotografías de quienes ya no están.

Y ahí, ante ellos, en su momento, el jefe del Poder Ejecutivo federal y su mensaje. Habló varias veces del licenciado Mouriño, su colaborador. Pero en otros pasajes, Felipe Calderón se refirió a Juan Camilo, su amigo.

Y no pudo evitar que la voz temblara, cuando dijo a los hijos de Juan Camilo Mouriño que deben estar orgullosos de su padre que trabajo hasta el último de sus días por heredarles una patria mejor. Otra vez jalaría aire, para dejar salir las palabras, y platicarle a los pequeños que no había en él, en su amigo que se ha marchado, amor más grande que el que sentía por ellos.

Pero también el Presidente de la República le dio el tono del coraje a sus sentencias, y en dos ocasiones apuntó que Juan Camilo fue injustamente calumniado.

Un hombre y su pena, y su llanto contenido. Él y la promesa o el deseo: “...y entonces, nos daremos un abrazo, contentos por una nueva victoria, alegres por el deber cumplido”.

Finalmente, con esfuerzo, dolorosamente: “Adiós y hasta siempre”.

El discurso había concluido. El primero de cuantos ha pronunciado que nadie aplaudió. Hablaba entonces el silencio. Retornaba a su lugar. Y de ahí, casi de inmediato, junto al féretro. Hicieron una guardia de honor. El clarín, las cornetas y los tambores tocaron a duelo.

La ceremonia continuó. O dejó de serlo. Brotaron los sentimientos. Felipe Calderón y Margarita fueron a dar el pésame a los familiares de quienes fallecieron. Intensos, los abrazos a los padres, a la viuda. Ahí, ya no pudo más. Dejó que las lágrimas aparecieran. Acariciaba al pequeño Juan Camilo que tomaba la bandera que había cobijado un ataúd. Intentaba consolar a Iván y a María. Más tarde ordenaría que a la niña le fuese entregada aquella fotografía, la que entonces fue la sonrisa de un padre que ya no volverá, rostro plasmado en el cartón a el que la chiquilla unió sus labios, su mejilla. Algo dijo que nadie pudo escuchar.

Y salieron todos los féretros. Los cargaban hombres y mujeres vestidos de negro. Aplaudían unos y otros, los familiares, los compañeros, los adversarios.

Y el Presidente de la República se retiraba. Felipe Calderón respiraba profundo. Apretaba su mano izquierda. El y su herida, su duelo, su pesar. El adiós se había consumado.



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