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El "dealer" de los "yuppies" de Santa Fe

Óscar Balderas| El Universal
Martes 18 de noviembre de 2014

Video. Prepara y mezcla la droga que le llega de Guerrero, uno de los estados de donde llega más droga al DF; aquí sus clientes son médicos, cirujanos, abogados, profesionistas, padres de familia y estudiantes

El

Llegar hasta la "cocina" de "Baker" fue un camino de cuatro meses de búsqueda, preguntas, citas y explicaciones. Los "cocineros" que muestran sus secretos suelen terminar en la cárcel o en una tumba con todo y sus recetas, pero este joven de 30 años es una excepción a la regla: a él le gusta mostrar “la calidad” de su trabajo.. (Foto: ÓSCAR BALDERAS )

Estuvimos una noche con "Baker", el hombre que surte de droga guerrerense a bares, corporativos y hospitales de la zona

En el departamento de Baker hay tanta cocaína que ya perdió la cuenta de los kilos. Sabe que hay algunos en la recámara principal; otros, en las habitaciones pequeñas. Nada en el baño, pero algo queda en el cuarto de servicio. Tiene tanto polvo blanco que, a manera de broma, presume que se necesitaría un destacamento de la policía para llevarse todo a la pira. “Podría hacer que nevara en Santa Fe”.

Abre la puerta, camina a su refrigerador, saca una cerveza y pone sobre la mesa del comedor de su departamento el contenido de su mochila, equivalente a varios miles de pesos: hachís, tachas, metanfetaminas, éxtasis y, al final, una bolsa, lo más caro de su “menú”: la “24 horas” o “Vitamina C” o “C-adillac” o “Perico”.

Su figura escapa a la del narcotraficante de película: Baker tiene 30 años y luce más joven; delgado, alto y educado. Por la camioneta que conduce, la camisa, los lentes de pasta que usa y su manera de hablar, parece un alumno de la Universidad Iberoamericana. Tal vez, si a los 15 años no hubiera iniciado como cocinero de cocaína, ahí estudiaría una carrera.

“Cocinar es mi pasión (…) ¿Qué es eso? Es meterle sustancias a la cocaína más pura para que se haga más, vendas más y ganes más. Hay unos que la queman o cocinan pura porquería, pero a mí me queda muy buena”, asegura, mientras acomoda todo lo que necesita en su mesa de madera. Como un cirujano que observa que todos sus instrumentos estén preparados en el quirófano antes de operar, él revisa que nada falte en la mesa para comenzar su trabajo. “Yo compro de lo mejor, por ejemplo, un kilo y lo convierto en tres o cuatro más”.

Extiende en su mesa la pasta de cocaína, un mezclador para maximizar el polvo, una báscula para medir los gramos, tarjetas para picar la mezcla, bolsas para empaquetar y guantes negros. Va a la cocina por un cristal grueso, una vela y cerillos. A fuego lento hace sus mejores platillos. “Pero fílmale bien, güey”, manda Baker. “Que se vea por qué soy el bueno de Santa Fe. Lo mejor de lo mejor, de Guerrero al DF”.

El “cocinero” muestra sus secretos

Llegar hasta la cocina de Baker fue un camino de cuatro meses de búsqueda, preguntas, citas y explicaciones. Los cocineros que muestran sus secretos casi no existen. Se van a la cárcel o a la tumba con sus recetas. Él es una excepción a la regla porque le gusta mostrar la “calidad” de su trabajo.

La cita fue un domingo por la noche a un costado de una plaza comercial. Llegó en su camioneta, encendió las intermitentes y ondeó la mano para pedir que lo siguiera. Serpenteó por algunas calles desiertas hasta que se orilló en un camino solitario en el poniente de la ciudad.

“Estaciónate aquí y te subes a la camioneta con los ojos cerrados. Los abres hasta que lleguemos”, ordenó. Después, detuvo el auto y sirvió de guía hasta su comedor. “Es por seguridad, tenemos gente que nos cuida, pero por las dudas, ¿no?”.

Baker es un veterano, pese a su juventud. Ha estado al filo de la cárcel en una decena de ocasiones, pero sus “patrones” lo han librado. A veces basta una llamada a los policías del DF en la nómina del grupo criminal al que pertenece para que le den “fuga”; en otra ocasión, 100 mil pesos “lo chisparon” fuera de prisión. Ninguna de las cinco mil 104 averiguaciones previas abiertas de 2012 a la fecha por delitos contra la salud en el DF, según el Sistema Nacional de Seguridad Pública, le han apagado el negocio.

“Lo que traigo es de Guerrero, la ‘bajan’ de allá. No de los Guerreros Unidos, ¿eh? (Yo trabajo para) otra gente que nomás se dedica a este negocio, no andar haciendo chingadera y media como lo que hicieron a los estudiantes (de Ayotzinapa)”.

No dice el nombre del grupo criminal para el que trabaja, pero no es para los victimarios de los 43 normalistas, es muy probable que sus jefes sean Los Rojos, Los Granados, Los Ardillos, La Barredora o El Cártel Independiente de Acapulco, grupos que operan en la entidad, según reveló EL UNIVERSAL el 13 de octubre pasado. Todos ellos, en algún momento, fueron aliados de la familia Beltrán Leyva, cuyos fieles controlan el mercado de la cocaína en las delegaciones Cuajimalpa y Álvaro Obregón.

Los dichos de Baker empatan con los del investigador Carlos Zamudio, autor del trabajo académico Las redes del narcomenudeo, quien explica que vía terrestre, desde Guerrero, llega la droga blanca a gran parte del Distrito Federal. Una fuga diaria que causó que entre 2009 y 2012 unos seis mil 300 estudiantes esnifaran, por primera vez, cocaína, según datos de la Encuesta de Consumo de Drogas en Estudiantes de la ciudad de México 2012.

“Aquí pasa fácil, hay buenos arreglos“, dice Baker, quien frente a la cámara muestra el proceso: deshace la pasta de cocaína con una tarjeta, la hace polvo, coloca un potencializador o mezcla rebajadora —“talco” que, según el cocinero, puede tener anestésicos, aspirina, cafeína, harina y, dicen los mitos, raticida para dar más cuerpo a las dosis— y todo lo calienta sobre un cristal al calor de una vela.

Cuando la mercancía despide un olor a medicina está lista para venderse: Baker empaca un gramo de cocaína más pura, sin mezclar, para vender en 600 pesos, y un gramo de mezcla en otra bolsa para darla en 400. Un precio inalcanzable para algunos de los alumnos de secundaria en Iztapalapa, donde el gramo de “coca” se vende a 50 pesos porque se rebaja con polvo sabor mango, fresa o limón.

En menos de una hora, Baker hace unas 50 dosis que acelerarán la vida de la zona empresarial del Distrito Federal. Venderá, en dos días de fin de semana, unos 25 mil pesos en droga. Su “nieve” caerá sobre corporativos, rascacielos, centros comerciales y universidades, donde se vive a toda velocidad.

El perfil de los clientes

Un cirujano del Centro Médico ABC de Santa Fe que aguanta de pie operaciones de hasta ocho horas. Un estudiante de posgrado de la Universidad Iberoamericana con calificaciones de excelencia y un trabajo de medio tiempo en una productora de contenidos para televisión. Un gerente del corporativo Ford México que se levanta a las cuatro de la mañana y se acuesta a medianoche. Una anestesista en una clínica especializada en cirugía plástica, son sus clientes.

También un barista del Hotel Marriot que la usa para conversar más animadamente con los clientes y ganar más propinas. Una mesera de una cervecería donde cada viernes atiende apresuradamente a borrachos impertinentes. Un guardia de seguridad en el edificio Expobancomer que lucha por no dormirse del aburrimiento. Un cocinero del restaurante The Palm, considerado de los mejores del país. Un mensajero de la Universidad del Valle de México que la usa para pedalear más rápido su bicicleta. Un chofer de un corporativo en la calle Arteaga y Salazar que no se duerme mientras atraviesa cinco estados de la República.

Ellas y ellos son algunos de los que sucumben a la cocina de Baker. Son clientes de los “señores” que, según el Reporte Mundial de la Droga de la ONU, han hecho que en el mundo existan, ahora mismo, 133 mil 700 hectáreas produciendo la materia prima de la cocaína: el arbusto Erythroxylon coca.

La “caspa del diablo” abunda en el DF

En España, el Consejo Superior de Investigaciones Científicas calculó que el aire de Madrid contiene hasta 850 picogramos de cocaína en cada metro cúbico de aire; en Inglaterra, el Centro Europeo para el Control de la Drogas y de la Drogadicción detectó 711 miligramos de cocaína en el agua desechada en un día por cada mil londinenses; en EU, científicos de la Universidad de Massachusetts calcularon que en 90% de los billetes hay rastros de cocaína.

“¿Y en la ciudad de México?”, le pregunto a Baker. Su respuesta es rápida, no hay mucho que pensar: si hubiera que hacer un estudio como los anteriores en la capital, habría que estudiar las tarjetas de crédito que muchos usan para hacer líneas y aspirarlas. “Hay demasiada ‘coca’. En los barrios, en las altas urbes. Polanco, Condesa, todos lados (…) yo no ando en broncas, yo no tengo punto fijo, yo cocino en casa y me muevo a domicilio, así que no me pelean ni defiendo plaza, pero hay por todos lados”.

Baker acaba su cerveza y deja la mesa con sus ingredientes para seguir trabajando más tarde. Pide, u ordena, que cierre los ojos y vuelva a subir a su camioneta. Conduce hasta el callejón oscuro donde estacioné el auto y extiende la mano para perderse en la oscuridad.

Pasará el resto de la noche cocinando la droga que su cártel mueve desde Guerrero hasta el poniente capitalino. Mientras la ciudad duerme, empaquetará para empresarios, deportistas, estudiantes, oficinistas y músicos, que lo buscarán para empolvarse las narices el día siguiente.

Le llamarán pidiendo unos gramos de Caín o Colombianita o, en honor a lo que hace en sus cabezas, un poco de Caspa del Diablo.



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