La leyenda de los túneles secretos
27 de junio de 2011
Una ciudad se vuelve completa cuando pone en manos de sus habitantes un puñado de misterios que se actualizan y renuevan por los siglos de los siglos. Hacia 1860, cuando la piqueta de la Reforma demolió los antiguos conventos virreinales para abrir, en muchos de ellos, un conjunto de calles nuevas, los obreros que demolían los viejos muros de Santo Domingo hallaron un pasadizo estrecho en el que reposaban trece momias en perfecto estado de conservación.
Una de ellas era la del célebre fray Servando Teresa de Mier, quien apareció con las ropas deshechas y largas madejas de cabello gris. Las momias fueron expuestas a la curiosidad pública en la Puerta Falsa de Santo Domingo, y luego compradas por un empresario circense, Bernabé de la Parra, que las exhibió en Europa como “víctimas de los crímenes atroces de la Inquisición”.
Por esos días en que, antes de ser reducidos a polvo, los edificios centenarios mostraron secretos escondidos durante siglos, la ciudad de México se llenó de rumores sobre tesoros fabulosos que los obreros saqueaban en las tumbas de los frailes; y se llenó, también, de historias sobre túneles y pasadizos secretos que conectaban las iglesias principales.
Había nacido una leyenda urbana que se mantiene viva e intacta siglo y medio después.
A principios del siglo pasado, un reportero de El Imparcial aseguró haber caminado “por debajo de México”, a lo largo de uno de aquellos túneles.
En los años dorados de su ministerio, un cronista de EL UNIVERSAL, Jacobo Dalevuelta, afirmó que había recorrido una galería subterránea ubicada en el convento del Carmen.
Su crónica causó sensación en una ciudad en la que todos habían escuchado historias asociadas con túneles secretos que los poderosos del virreinato “empleaban para moverse sin ser vistos”, o bien, para “huir expeditamente” en momentos de perturbaciones sociales.
Dalevuelta comprobaba lo que todos habían sabido siempre: que había una ciudad cubierta de historias sobre monjas y fetos y tesoros dormidos bajo nuestros pies.
Ni la construcción del Metro, ni los pavorosos niveles de hundimiento de la ciudad (hoy estamos diez metros abajo del nivel en el que caminaba la gente del porfiriato) pudieron borrar del imaginario esas historias. Tomo un taxi en Reforma. Al volante está uno de esos choferes a los que les gusta platicar. No recuerdo cómo, no sé bien por qué, pero de pronto me tiene fascinado con la siguiente revelación: la línea 2 del Metro no termina, como todos creen, en Cuatro Caminos. No. La línea 2 del Metro continúa hasta el Campo Militar, en donde existe una estación secreta que ha sido pensada para movilizar a la tropa en caso de que ocurran disturbios en el Zócalo.
“Lógico —me dice el taxista—, ¿usted cree que no pensaron en cómo mover al ejército en horas pico?” Esa noche busco en Google misterios del Metro y pasadizos subterráneos en la ciudad de México. No sé si estoy en 1860, en 1920, o a mediados de 2011: hay gente que asegura que existe una estación oculta —una interestación— entre Constituyentes y Auditorio, que sirve para salvaguardar a la familia presidencial en caso de guerra; hay gente que asegura que en los centros comerciales de Santa Fe e Interlomas existen pasadizos “para que la gente VIP de la ciudad se pueda mover de un lugar a otro sin ser reconocida y sin el peligro de ser secuestrada”.
Hay incluso un internauta que confiesa: “El único túnel real y verdadero que existe en el DF corre desde Palacio Nacional hasta Los Pinos y es por razones de seguridad nacional. No te diré nada al respecto, pero yo lo he recorrido”.
En ese mundo inquietante, la Catedral está conectada, subterráneamente, con el Templo Mayor. En ese mundo inquietante existe un túnel en el que cabe un auto, para que el Presidente pueda moverse de Palacio Nacional a San Lázaro.
En ese mundo inquietante hay sectas oscuras que desde tiempos de la Colonia realizan misteriosos rituales en galerías soterradas a las que no ha tocado nunca la luz del sol. En ese mundo inquietante hay jesuitas perdidos para siempre en laberintos protegidos con votos de silencio. Y hay, también, sacristanes de templos coloniales, veladores de edificios antiguos, meseros de rancios restaurantes que tuvieron, por la razón que sea, el privilegio de poder constatar esos prodigios. Una ciudad oculta, más viva que la nuestra, cuyo arco va de las tumbas de los frailes, a las líneas del Metro.