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Ricardo Raphael

Se me olvidó otra vez

Maestro en Ciencias Políticas por el Instituto de Estudios Políticos de París, Francia. Maestría en Administración Pública por la Escuela ...

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    23 de mayo de 2011

    Acaso no hay otra población en México donde mayor número de veces haya sonado la alarma del desastre nacional como en Ciudad Juárez. La historia mexicana se ha empeñado en colocar a ese lugar fronterizo como un escenario de privilegio para marcar sus más importantes transformaciones.

    Se trató de una geografía muy herida cuando los Tratados de Guadalupe Hidalgo fracturaron al poblado mexicano Paso del Norte. Ahí también fue a refugiarse Benito Juárez durante momentos que fueron cruciales para su mutilado gobierno.

    Ya con el nombre del benemérito, fue dentro de sus calles donde se libró la batalla final entre las fuerzas revolucionarias comandadas por Francisco I. Madero y el Ejército federal del presidente Porfirio Díaz.

    El triunfo de los revolucionarios condujo a la firma de los Tratados de Ciudad Juárez, cuya cláusula más relevante implicó la dimisión del dictador. El sábado pasado se cumplieron 100 años de aquel episodio que a tantos, fuera y dentro del país, dejó estupefactos.

    Mientras Porfirio Díaz sufría de una muela y acumulaba dudas a propósito del correcto proceder ante la insurgencia social que, sobre todo en el estado de Chihuahua, había arrimado innumerables adeptos, Pascual Orozco y Francisco Villa impusieron la decisión de invadir Ciudad Juárez.

    En sólo dos días —del 8 al 10 de mayo de 1911— los insurrectos se hicieron de esa población y también del puente de Santa Fe, el más importante de la época para conectar a Estados Unidos con México. Lo hicieron tratando de que las balas revolucionarias viajaran únicamente de norte a sur. No querían ofrecer un pretexto para que el país vecino irrumpiera sobre el territorio nacional.

    Una vez derrotado el Ejército federal, nada aseguraba a Porfirio Díaz que el intento de su gobierno por recuperar la posición no fuera a terminar en catástrofe internacional. En efecto, la amenaza colocada sobre la soberanía precipitó la renuncia exigida por los detractores del régimen. El dictador anunció su retiro 14 días después de la toma de Juárez y abandonaría el país hacia finales de mayo de ese fatídico 1911.

    Otra vez esta ciudad sería fiel de la balanza durante la guerra entre los constitucionalistas, encabezados por Venustiano Carranza, y el gobierno usurpador de Victoriano Huerta. Fue Francisco Villa quien obtuvo para los suyos el triunfo en contra del más detestable de los traidores.

    La sola memoria de tales hechos habría de arrojar preocupación sobre nosotros, los contemporáneos, cuando esa misma ciudad se revuelve hoy entre el caos y el desastre. Más de 10 mil muertes violentas en los últimos tiempos habrían de significar aritmética suficiente para asumir que la alarma ha sonado de nuevo.

    El periodista estadounidense Charles Bowden ha llamado a Ciudad Juárez “el gran fracaso de Occidente”. Quizá este hombre exagere pero hoy, a 100 años de haberse firmado los tratados entre Madero y Díaz, esta población es el gran fracaso mexicano.

    No habrá esperanza ni reconstrucción del país que no pase por enfrentar la formidable crisis vivida por los juarenses. En su día, los más encumbrados políticos mexicanos estuvieron conscientes de su relevancia, y dejaron para la posteridad un mensaje que nada tuvo de cifrado.

    A partir de esta hebra de reflexiones resulta interesante que el movimiento social, denominado Por la Paz, la Justicia y la Dignidad, promueva la firma de un pacto nacional el próximo 10 de junio, precisamente en Ciudad Juárez.

    ¿Serán capaces sus organizadores de otorgarle una salida ordenada al acuerdo social propuesto por el poeta Javier Sicilia? La historia también recuerda que, después de cada toma de Juárez, la anarquía se reprodujo en México durante muchos años.

    En cualquier caso, esa ciudad fronteriza no debería olvidársenos nunca más.

    Analista político



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