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Álvaro Enrigue

¡Chin!, los jóvenes

Alvaro Enrigue es escritor. Su novela más reciente es Decencia (Anagrama). Ganó el premio Joaquín Mortiz con La muerte de un instalador. Es ...

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    30 de abril de 2011

    Hace muchas semanas me enteré de que Letras Libres organizó un concurso de crítica joven, en el que la reseña ganadora sería publicada y recibiría un premio de no sé cuanto dinero. La idea me pareció estupenda. Al poco, los amigos de la Redacción de la revista me avisaron que los diez finalistas reseñarían mi libro más reciente. Seguramente cuando me lo dijeron me alcé de hombros e hice algún comentario banal: habré agradecido que se venderían diez ejemplares del libro y habré dado carpetazo. La verdad es que tengo un trabajo muy demandante y por lo mismo, soy muy descuidado administrando mi carrera de escritor. No le di ni una vuelta al asunto.

    Durante este fin de semana comienza a circular el número que contiene la reseña ganadora. No lo he visto, pero en una tercera y ya preocupante comunicación de los colegas de la revista, me anunciaron que la nota de crítica no era nada favorable. En un intercambio de correos posterior y ya nervioso por ambas partes, uno de los editores la calificó con solidaria resignación como “de plano muy pero muy negativa”. Así que aquí estoy, sentado en una piedra, esperando a que un crítico joven y seguramente talentoso descuartice mi trabajo gracias al patrocinio de una revista en la que he escrito desde su primer número, en la que pasé dos años estupendos trabajando como editor literario, y editada hasta hoy por mis amigos más viejos. Es una situación formidablemente compleja: todos fuimos generosos, todos hicimos lo correcto y al final a mi me van a poner una madriza.

    Tal vez sea, de hecho, la ocasión más rara de mi vida como escritor, y eso que mi experiencia en la arena de la publicación incluye cosas tan disparatadas como una entrevista en el programa del doctor Cándido Pérez; un misterioso encuentro a las cinco de la mañana con el crítico Christopher Domínguez en los callejones de un pueblo castellano en el que ambos estábamos buscando –cada uno por su lado– un Citibank, y la extraña aventura –que ya ha contado muy bien Enrique Vila-Matas–, en la que Sergio Pitol se duplicó. Estábamos en Burdeos y tomamos una llamada en la recepción del hotel: era el asistente de Sergio diciendo que su avión acababa de despegar del Benito Juárez. Cuando Enrique colgó el teléfono, Pitol se asomó por las escaleras y nos pidió ayuda para abrir una maleta. Nunca supimos si el Sergio Pitol real fue al que homenajeamos al día siguiente, o el que estaba subido en un avión.

    ¿A quién se le ocurre la desfachatez de moler a palos a un viejo y en su casa? Sólo a un escritor con tanta ambición de hacerse de una parcela en la República de las Letras, que elige no calcular los vaivenes de la política editorial de un publicación. Está muy bien: esa nobleza platinada y suicida ameritaba sola el reconocimiento, que seguramente voy a dejar de celebrar con tanta ligereza una vez que lea la nota. Mi mujer ya organizó un viaje al zoológico el domingo en la mañana, para evitarle a los niños que vean a su padre dándole mordiscos a las paredes.

    En una de mis primeras colaboraciones en este mismo periódico lamenté una serie de cosas que le pasan a uno al cumplir cuarenta y sobre las que nadie le avisa. Tengo un reclamo más: Salvador Elizondo tenía razón al señalar que uno pasa de joven promesa a viejo pendejo, pero no explicaba que en la fecha fatídica la juventud deja de ser un talismán y se convierte en una serpiente: para que nazca un crítico, tiene que haber una víctima propiciatoria. Mi modesta retribución será la que le estoy entregando hoy a los viejos que me vieron abrirme camino a la espera del plato frío de la venganza: en veinte años este joven también le dará hueva al chamaco más ambicioso de su generación.



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