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Héctor de Mauleón

La ciudad y los viejos



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    28 de febrero de 2011

    “Para la sociedad, la vejez es un secreto vergonzoso del cual es indecente hablar”, escribió Simone de Beauvoir en un célebre y demoledor ensayo. Como ocurre con los pobres, los enfermos, los desgraciados, al mundo le resulta intolerable la visión de sus viejos: mejor apartar la vista que mirar de frente un retrato en que se condensa el dolor, la degradación, la enfermedad, el abandono de la fuerza. De manera histórica, los viejos han sido olvidados por esta ciudad. ¿Para qué pensar en ellos en 1910, cuando la esperanza de vida era de 30 años? ¿Para qué diseñar políticas relacionadas con la ancianidad si todavía en 1970 la esperanza de vida era de 63? Sin que nadie lo advirtiera, el crecimiento desmedido de la urbe se encargó de denigrar, humillar, apabullar a los viejos. Mientras construíamos anchísimos ejes viales; elevados puentes peatonales que atravesaban el circuito y el viaducto; mientras dotábamos al Metro de hondas y profusas escalinatas, olvidamos entregar respuestas urbanísticas que facilitaran la vida de los viejos. La arquitectura los despreció; la ciudad de los autos decidió segregarlos.

    La esperanza de vida en 2011 es de 75 años. Medio millón de personas mayores de 68 habitan la ciudad de México. Datos del Instituto de Atención para los Adultos Mayores del Distrito Federal (IAAM) revelan que se trata de una población empobrecida y enferma. El 77% sufre diabetes o hipertensión. El 65% no percibe otro ingreso que la pensión alimentaria que concede el gobierno capitalino (897 pesos al mes). El 48% no recibe ayuda económica de sus familiares. La cuarta parte de nuestros ancianos reside en colonias populares de las delegaciones Iztapalapa y Gustavo A. Madero en donde la vivienda es menos cara.

    En los primeros años del siglo XXI, la aparición de la asesina serial conocida como La Mataviejitas llevó a la primera plana de los diarios las condiciones de soledad y abandono a que estaban expuestos los adultos mayores. Disfrazada de trabajadora social, Juana Barraza elegía a sus víctimas en los parques. Se trataba de mujeres mayores que vivían solas, y a las que ella ofrecía incluir en programas de asistencia social. Con ese método –mientras el jefe de gobierno Andrés Manuel López Obrador atribuía las muertes a “escándalo mediático tendiente a golpear nuestro proyecto”— Barraza estranguló a 17 ancianas con un cordón y saqueó minuciosamente sus domicilios. Las víctimas vivían en tal estado de abandono, que algunas veces los familiares tardaron varios días en descubrir el homicidio.

    A pesar de sus declaraciones lamentables, López Obrador había puesto en marcha el primer programa asistencial dirigido a los viejos: un plan de apoyo alimentario, atención médica y medicamentos gratuitos, que hizo que éstos dejaran de ser considerados una carga: para el 80% de las beneficiarias, la pensión constituía, por ejemplo, el primer ingreso fijo que habían percibido en sus vidas. Años más tarde, Marcelo Ebrard creó el IAAM, encargado de atender a los mayores de manera integral y dirigido a formar entre la población algo de lo que seguimos careciendo: una cultura de la vejez. La administración de Ebrard ha abierto escuelas para ellos y puso a su disposición una línea telefónica “plateada” que atiende a toda hora casos de depresión y otras urgencias. Los viejos, sin embargo, se mantienen como un grupo extremadamente vulnerable: son víctimas favoritas de la extorsión telefónica, y víctimas, también, de discriminación, abandono, maltrato psicológico, patrimonial y físico. El 40% de las suicidas de edad avanzada residían en esta ciudad. El 68% de los adultos mayores afirma que, a pesar de la pensión, la relación con sus familiares no ha mejorado. Sólo el año pasado, el IAAM atendió 214 casos de violencia cometida contra ancianos. Tenía razón Beauvoir: el mundo seguirá siendo injusto hasta que el mundo se siente a mirar ese retrato de dolor profundo y establezca, con la ancianidad, un compromiso solidario.

     



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