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Ricardo Raphael

Cassez en el G-20

Maestro en Ciencias Políticas por el Instituto de Estudios Políticos de París, Francia. Maestría en Administración Pública por la Escuela ...

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    21 de febrero de 2011

    Alberto Moure fue una más de las víctimas que el año pasado se vieron lastimadas, en su dignidad y patrimonio, por el ánimo de violencia que impera en México. El episodio por el que atravesó este individuo podría ser poco relevante, en comparación con las atrocidades que se reportan diariamente, si no fuera por la reacción que provocó el suceso en la empresa para la cual trabaja.

    Este hombre, de nacionalidad argentina, ocupa un alto cargo en Volvo, compañía que además de fabricar automóviles es líder mundial en ventas de autobuses para pasajeros y camiones tráiler. Hasta mediados del año pasado, él tenía como misión conducir las negociaciones para que, en el Estado de México, se instalara la planta armadora más grande de Volvo en todo el continente americano.

    La inversión original del proyecto iba a ser de 360 millones de dólares y debía generar alrededor de 6 mil puestos de trabajo. La ambición de la armadora sueca era que los vehículos ensamblados en México respondieran a los criterios más modernos y avanzados de la industria automotriz.

    Por fortuna para este alto ejecutivo, el asalto que sufriera no pasó de un mal trago. Para desgracia del país, el hecho hizo que tanto la inversión como los empleos prometidos migraran, en octubre de 2010, al continente asiático.

    Dos meses después, el periódico estadounidense The Washington Post informó que otra empresa sueca, Electrolux AB, había tomado una decisión similar; en su caso retiró una inversión de 190 millones de dólares. Igualmente sucedió con las inversiones directas de las compañías Terex, Corp., Owens-Illinois Inc. y Whirlpool. Según ese mismo diario, los directivos de tales empresas transnacionales argumentaron, todos, razones vinculadas a la inseguridad que guarda el país.

    La consultora JP Morgan asegura que México perdió alrededor de 4 mil millones de dólares, sólo en el año de 2010, como resultado de la violencia. No existen cálculos verificables sobre la cantidad de empleos que, en consecuencia, se extraviaron durante el mismo periodo. Es probable que la cifra se aproxime a los 70 mil puestos de trabajo.

    Desde que el TLCAN entrara en vigor, México ingresó a la lista de los destinos más solicitados para la inversión internacional directa. Durante poco más de una década permanecimos entre los lugares 12 y 17. Posterior a la crisis económica mundial de 2009, nuestro país cayó al lugar número 24.

    Aunque los analistas creyeron que aquello sería momentáneo, para el año siguiente el flujo no se recuperó. Entonces, el argumento de la inseguridad emergió como una probable explicación entre las calificadoras y los especialistas.

    Por razones fundadas, la fama internacional de México atraviesa por uno de sus peores momentos. De un lado, el crimen organizado, y también el desorganizado, no hacen más que presumir su poderoso músculo. Del otro, el Estado mexicano no ha logrado convencer sobre la capacidad institucional para someter a sus enemigos. Ambos hechos juntos conspiran para dañar la economía y, por tanto, las oportunidades de los mexicanos.

    Un círculo vicioso hace que, mientras la inversión decae y la demanda de empleo no se incrementa, un voluminoso segmento de la población se introduzca todos los días dentro de las redes del delito y la criminalidad.

    ¿Dónde se detiene esta endemoniada autopista?

    Con toda seguridad, no es escalando nuestros dilemas domésticos hacia el ámbito internacional.

    La peor jugada que Nicolas Sarkozy nos propinó la semana pasada no fue obstaculizar la celebración del Año de México en Francia, sino llevar el caso de Florence Cassez a la reunión del G-20.

    Bien sabía el presidente francés que en ese foro no iba a tener cabida la discusión sobre este diferendo judicial franco-mexicano. Su propósito era otro: abonar al desprestigio internacional del Estado mexicano. Poner en la oreja de los dignatarios asistentes un ruido que difícilmente van a olvidar.

    En revancha, el gobierno mexicano optó por menospreciar el episodio. Actuamos como el ofendido que dignamente da la espalda al majadero. Internamente tal desplante pudo ser motivo de orgullo y mexicanidad.

    Con todo, no sobraría preguntarnos cuál será el costo final que, en empleos e inversión, va a tener este incendio de vanidades. Mientras dure, se seguirá profundizando el ambiente de adversidad en el que lamentablemente nos encontramos.

    Analista político



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