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Héctor de Mauleón

La esquina del caos



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    14 de febrero de 2011

    Cierto periodista porfiriano tuvo la ocurrencia de pararse en una esquina para registrar, una tarde de 1896, todo lo que en ésta sucedía. Aquella tarde, el periodista descubrió que en las esquinas confluyen, no sólo las paredes de un edificio, sino también la calle, la manzana, la ciudad entera. 1896 es el tiempo en que, bajo los postes de luz eléctrica de las esquinas, atravesaban catrines, pelados, cargadores, borrachos, carruajes, gendarmes, militares, organilleros, señoritas de sombrilla, empleados a la espera del tranvía, estudiantes con libros bajo el brazo, vendedores de leña o de dulces mosqueados, y novios entregados a “hacer el oso” frente al balcón de alguna señorita recatada (“hacer el oso” quería decir: hacer el ridículo frente a una ventana que no se abriría).

    Hay algo en esa clase de crónicas. Con una libreta de apuntes me planto en una esquina del centro: Bolívar y 16 de Septiembre. Enfrente está la Casa Boker, con una placa que afirma: “Aquí estuvo el Hotel de la Gran Sociedad, donde fue asesinado don Juan de Dios Cañedo el 29 de marzo de 1850”. Juan de Dios Cañedo fue un político liberal al que una madrugada de jueves, en la habitación número 38, le metieron 36 puñaladas tan violentas que la mayor parte de ellas “rompieron el hueso que tocaron”. Heriberto Frías relata que los asesinos, tres ladrones en pos de un botín de 5mil pesos, fueron ahorcados frente a los balcones del edificio. Las tres esquinas restantes las conforman un estacionamiento, una perfumería, y una vieja casa de tezontle, en cuyos bajos se expende ropa corriente y barata.

    En 1896, estas calles se llamaron Espíritu Santo y Coliseo Viejo. Ese año (no era construida aún la Casa Boker) se exhibieron en el Hotel de la Gran Sociedad las primeras “vistas” filmadas en México: escenas de don Porfirio a caballo, en carruaje, caminando. Hoy, al poste de luz eléctrica se le ha agregado la cabina de un teléfono. Los carruajes se volvieron taxis y microbuses. El relincho del caballo terminó por ahogarse bajo el rugido del claxon (120 decibeles en las horas pico). Los catrines no existen más que en los grabados de Posada. La prisa y las multitudes impiden la enumeración. La esquina es un torrente de cuerpos que hablan, gritan, callan, tosen. Caras que probablemente nunca volveré a mirar. Registro jóvenes con audífonos, hombres con celulares, diablitos, bicitaxis, burócratas, secretarias, bodegueros, almacenistas, empleados de mostrador y andantes con rumbo desconocido: un desfile de batas, mandiles, sacos, playeras, vestidos, pants, rompevientos; el magazine de la moda urbana, en donde es posible constatar que uno se pone lo que se puede —y por eso los morados que combinan con verdes; los mallones aleopardados a los que un suéter de rombos rojos sienta como bloque de concreto.

    En julio de 1900, Porfirio Díaz inauguró la Casa Boker, la ferretería más renombrada de la ciudad, el primer edificio construido en México con cemento armado (el polvo del siglo XX). En una dictadura que solicitaba verse expresada en edificios sólidos y majestuosos, la Casa Boker se convirtió en emblema de la modernidad. En sólo un siglo, sin embargo, cambiamos la ciudad moderna, fundamos la ciudad caótica: fuimos del trote de la carretela al “frotadero de almas en el Metro”. Si en una esquina confluye la ciudad entera, Bolívar y 16 de Septiembre es la instantánea de una urbe imposible de ser inventariada: el huracán que arrastra una metrópoli pobre, en crisis, sobrepoblada, en la que el anonimato es la única forma del protagonismo —y en la que las oportunidades de casa y empleo, como reza el chiste de Carlos Monsiváis, ya sólo existen en el interior de la conciencia.

    Aunque un organillero toca una pieza del pasado, el caos funciona como antídoto de la nostalgia. La gente se amontona en la esquina, el semáforo cambia de colores, y tengo la impresión de que el organillero y yo somos los únicos atados a lo mismo.

     



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