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Guillermo Osorno

Gringo, chicano, chilango y delirante

GUILLERMO OSORNO estudió periodismo en la Universidad de Columbia. Fue reportero de investigaciones especiales en el periódico Reforma y edit ...

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    08 de febrero de 2011

    Éste es Daniel Hernandez (sí, sin acento): Usa lentes. Es delgado, es moreno. La mayor parte del tiempo lleva un bigote que da una coqueta vuelta en la comisura de los labios. Lleva también barba. Tiene entradas prematuras, pero se ve joven, principalmente porque apenas pasa los 30 años. Bajo una luz, parecería un cuate de barrio, de alguna parte tradicional de la ciudad de México. Pongamos que de la Guerrero. Lleva tatuajes y, por eso, a veces lo han confundido con alguien banda. Bajo otra luz, podría parecer fresa/hipster, sobre todo por su bien sazonado sentido de la moda. Se ve igualmente cómodo en concierto del Pasaguero perdido entre los vendedores ambulantes. La verdad es que ninguna de las luces dan una imagen totalmente cierta. Hernandez es esas dos cosas y una más: es chicano, su familia es de Tijuana, pero él nació en San Diego y luego vivió en Los Ángeles.

    Despues de estudiar periodismo en la Universidad de Berkeley y trabajar en Los Angeles Times y LA Weekly, que lo llevaron a hacer un par de viajes a la ciudad de México, Hernandez llegó a instalarse a esta capital en el otoño de 2007 con el solo propósito de hacerse chilango y escribir sobre esto.

    El día de ayer comenzó a circular en Estados Unidos el libro que resultó de esa experiencia: Down and deliruous in Mexico City. The Aztec Metropolis in the Twenty-First Century. (Scribner, 2011). Estamos frente de uno de esos preciosos momentos del periodismo narrativo: la danza de la realidad y el punto de vista personal con la música de las tribus urbanas, los mercados, las manifestaciones callejeras, los festivales, la violencia y las fiestas del DF.

    “La vida en la ciudad de México es un deporte de contacto”, escribió Hernandez en el prefacio. “Puede asustarte al principio, pero para entenderla, debes liberarte de las inhibiciones, de las tapaderas culturales, debes jugar.”

    En este libro, el lector presenciará el nacimiento de un chilango. Comienza, donde tal vez debiera de empezar cualquier aventura de la ciudad: la noche de un 11 de diciembre, en una peregrinación a la basílica de Guadalupe.

    Hernandez ha decidido ir con unos extranjeros a La Villa, como experiencia antropológica. Pierde a sus acompañantes entre las multitudes, pero encuentra a otros: Christian, Gozu, Porku y El Cochino, un grupo de jóvenes que viene peregrinando desde la caseta a Cuernavaca. Los chicos tienen un plan. Llegar a la basílica e instalarse a fumar mariguana y beber. “Los jóvenes de la caseta de Cuernavaca representan la clase de conexión que necesitas en la ciudad de México”, escribió Hernandez, “gente joven, que te incluye sin preguntar, que te absorbe en su familia”.

    Aunque Hernandez los pierde también, y luego no encuentra suficientes fuerzas para completar la pergrinación solo (siente que su educación gringa le quita estamina cultural), durante el resto de su experiencia en la ciudad el autor se queda principalmente con esos jóvenes: punks, darketos, emos, hipsters, y por medio de ellos explora la ciudad. En el postfacio del libro encontramos a un autor que ha hecho la crónica del deseo, el humor, la violencia, la belleza y los horrores de esta ciudad. Ha nacido como chilango, pero al releer de nuevo lo que escribió se siente distinto. “El escritor ya es un extraño”, escribió, “me siento en casa, pero eso no quiere decir que no me vaya a mover… Algunas veces veo mi futuro de regreso en Los Ángeles o en la frontera. La frontera es el único lugar del mundo que conozco, es una metáfora en la que todos vivimos”.



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