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Enrique Berruga Filloy

El invierno del faraón

Diplomático y escritor. Representante Permanente de México ante la ONU de 2003 a 2007. Embajador de México desde 1995. Fue Subsecretario par ...

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    03 de febrero de 2011

    El presidente Hosni Mubarak se encuentra en su lecho de muerte. Su cuerpo está estragado luego de gobernar a Egipto por más de 30 años. Un grupo de simpatizantes se arremolina frente al hospital y solicita autorización a los médicos para pasar a despedirse del líder. Una enfermera se acerca a su cama y le susurra al oído: “Señor presidente, allá afuera están unos ciudadanos que desean despedirse de usted”. A lo cual Mubarak responde: “Ah, caray, ¿pues a dónde se va esta gente?”. Éste es uno de los chistes egipcios más famosos de los últimos años, que describe la sensación de impotencia y de escepticismo de la población ante cualquier cambio político en El Cairo.

    A pesar de su vejez, sus tres décadas ininterrumpidas en el poder, su alineamiento a Washington y condiciones sociales en continuo deterioro, en las elecciones más recientes, Mubarak no ofreció más que la posibilidad de que su hijo lo sucediera en el poder y, en caso de fallar éste (como fue el caso), entregar en algún momento el gobierno a su secretario de Interior, el encargado de la inteligencia interna, del control militar y de infundir temor a la población. Así, cuando los egipcios vieron que sus hermanos tunecinos podían deshacerse de su dictador con apenas 23 años en el poder, tomaron su turno para lanzarse a las calles.

    Y ahora, como esas ventiscas de arena que recorren el Sahara todos los años, la zona del mundo más plagada de dictadores y de regímenes autoritarios, comienza a sacudirse, lo mismo en Yemen que en Jordania. El nerviosismo en la Libia de Muammar Khadafi debe ser importante, lo mismo que en Arabia Saudita, en Siria y en Marruecos. Si en Egipto, la gran potencia política del mundo árabe (y sede de la Liga de Estados Árabes) el gobierno se derrumba, el resto de los gobiernos puede iniciar perfectamente la cuenta regresiva. Pero ello depende, otra vez, de lo que ocurra en Egipto.

    El escenario más probable es que el ejército egipcio se rehúse a masacrar a su población. El trato de los militares ha sido esencialmente de contención. Ni siquiera han aplicado a fondo y con todas sus consecuencias el toque de queda. Mubarak buscará obtener garantías para él y sus familiares y en lo político, dejar temporalmente en el poder a algún aliado que le cubra las espaldas. Esto fallará, en la medida en que el doctor Mohammed el-Baradei, premio Nobel de la Paz, logre armar una coalición de grupos manifestantes, formar un gobierno interino y llamar a elecciones. El-Baradei puede ser una especie de Nelson Mandela de Egipto, aunque no posee las credenciales de resistencia que acompañaron al sudafricano. El-Baradei ha hecho su vida profesional fuera de su país, como director del Organismo Internacional de Energía Atómica en Viena (era el compañero fiel del sueco Hans Blix en la búsqueda de armas de destrucción masiva en Irak). Por lo mismo, no tiene los hilos finos de la política egipcia, ni las alianzas, sobre todo con los grupos más radicales como la Hermandad Islámica. Pero tiene una enorme ventaja: todos los grupos opositores a Mubarak ven en El-Baradei al único posible personaje que unifique el clamor por el cambio.

    Hasta ahora, los cuatro movimientos a favor del derrocamiento de sus gobernantes —Túnez, Egipto, Jordania y Yemen— son de inspiración política, no religiosa. El riesgo es que las agrupaciones musulmanas más radicales levanten la voz de que se necesita más Dios y menos gobierno, más tradición y menos modernidad, más sharia y menos internet y, con ello, estos levantamientos sociales se conviertan en una batalla doctrinaria, de forma similar a lo que ocurrió en Irán después de la caída del Sha. Es decir, el riesgo mayor para el Mahgreb y el Cercano Oriente en general, es que el derrocamiento de los dictadores traiga regímenes islámicos radicales, gobernados ahora por mulahs, imanes y ayatolas. O en su defecto, por autoridades civiles, supeditadas a la jerarquía religiosa —como es el caso de Ahmadineyad en Irán.

    Hoy vemos las plazas de El Cairo repletas de gente unificada por el propósito común de sacar a Mubarak del poder. Cuando el dictador eleve el vuelo del exilio, los diferentes grupos de poder buscarán llenar el vacío, interpretando que la salida de Mubarak sólo se explica si su manera de pensar se convierte en el nuevo gobierno. La única forma de sacar adelante un proceso ordenado, sería (muy a la francesa) con una refundación de la República. Si los egipcios lo logran, su ejemplo será escuchado en el resto del mundo árabe. Si fracasan, la mano dura encontrará nuevas razones para cerrarse frente al mundo.

    Presidente del Consejo Mexicano de Asuntos Internacionales



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