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Guillermo Sheridan

Tuvo chido el coloso

Guillermo Sheridan (1950) es investigador en la UNAM y periodista. Ha publicado varios libros académicos sobre la cultura mexicana moderna, en ...

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    21 de septiembre de 2010

    El “coloso”, esa cosa descomunal que se puso laboriosamente de pie durante la ceremonia del grito el 15 de septiembre en el Zócalo, se convirtió en una prueba de roscharch en la que se han leído las más crispadas y contradictorias interpretaciones.

    El “pueblo” lo recibió con estupefacta reverencia y la “intelligentsia” con recelo burlón. Si, como dijo algún entrevistado popular, “tuvo chido el coloso”, el fervor contestatario no tardó en conjeturarle al monote varias significaciones, todas ominosas, ni a convertir las conjeturas en sentencias incontestables: es un coloso reaccionario y, como es una marioneta, simboliza que somos las marionetas del gobierno.

    Ahora bien, la versión más o menos oficial pide que se observen la espada rota y las ropas averiadas del gigante, y que se concluya que representa “la reconstrucción del país después de una larga batalla”. (En efecto, se notaba bastante desvalido ante la dimensión del tiradero). Según sus creadores, la figura es “un guerrero que representa al pueblo de México” que “busca transmitir el concepto de reconstrucción del pasado”; se trataría de un “rostro mexicano” promedio cuya fisonomía entresacaron del “archivo gráfico de la revolución”. Una cara cualquiera, la que Octavio habría llamado la “cara de Juan, cara de todos”.

    Un señor Pablo Moctezuma Barragán denunció en la prensa que la cara del coloso era la de Benjamín Argumedo, un revolucionario sinuoso poseedor de un curriculum bastante infame que incluye masacres y traiciones a diestra y siniestra. De ahí a proclamar que el coloso era un homenaje a “la traición” hubo un veloz giro dialéctico. Y como el “traidor” por excelencia es el gobierno ilegítimo, se concluyó que el coloso era un homenaje sádico que el gobierno le hizo a su propia perversidad.

    Otros sentenciaron que el coloso era Zapata, o Lalo González “Piporro”, o un mordelón que extorsiona automovilistas en la colonia Doctores, o Malverde, santo patrono de los narcos; o Vicente Fox, o (por homofonía) Luis Donaldo Colosio, o el charro cantor Fernández, o incluso Carlos Salinas de Gortari, pero metamorfoseado, que se irguió sombríamente y en cámara lenta sobre el corazón político de la pobre Patria.

    A mí, francamente, me pareció que a quien más se parecía era a Stalin, pero como cruzado con “El Púas” Olivares. No fui el único. Unas feministas manifestaron en algún diario su indignación ante el hecho de que el coloso fuese una “figura androcéntrica” que “excluye y subsume a las mujeres de este país”. (Tenían razón: faltó una Eva para este Adán y, ya entrados en gastos, faltaron también un gay, una lesbiana, un transexual y un travesti.) Pues esas feministas concluyeron también que el coloso “presume la concepción de una masculinidad rígida que remite a los peores tiempos del autoritarismo estalinista” (unos “peores tiempos” que duraron 30 años). Bueno, sí, aunque habría que admitir que esa clase de rigidez masculina realista-socialista, es en realidad indistinguible de la escultórica fascista, de la maoista, de la kimjongilista y de la hugochavista.

    En todo caso, la presencia simbólica del coloso con “autoritarismo estalinista” en el Zócalo es, también un despojo. Como se sabe, los únicos autorizados para poner la efigie de Stalin en el Zócalo son los comunistas mexicanos (entre los que se cuenta el Sr. Pablo Moctezuma Barragán). Hace cuatro años, en el mitin en que AMLO denunció lo que considera el fraude electoral en su contra, ahí estaba Stalin en el Zócalo, rígido y masculino, el inmortal coloso de hierro. Y bueno, Carlos Monsiváis fue el único orador que externó su desconcierto ese día: “Stalin se equivocó de año y de plaza”…



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