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Guillermo Sheridan

Otro regreso al futuro

Guillermo Sheridan (1950) es investigador en la UNAM y periodista. Ha publicado varios libros académicos sobre la cultura mexicana moderna, en ...

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    07 de septiembre de 2010

    Parecería que se instalan tribunales semejantes a los que hubo en el México de la década de los 30 para detectar a los malos “elementos reaccionarios” que ponían en riesgo la salud de la Revolución, esa anciana vivaracha.

    Los “Comités de Salud Pública” perseguían desde las tribunas del Poder Legislativo, por medio de sonoros, viriles diputados, no sólo a las “razas indeseables” (como se comentó aquí la semana pasada), sino también a los “elementos reaccionarios”, que podían serlo por cualquier cantidad de razones: desde sus preferencias sexuales o su religión hasta por descender de empleados del gobierno de don Porfirio.

    La ira de los diputados solía encenderse también contra los escritores y artistas reacios a entender que “no hay más ruta que la nuestra”. Como peroró en 1934 el diputado Luis I. Rodríguez desde la tribuna: “¡La Revolución, señores, no necesita libros intrascendentales!” Necesitaba una literatura “comprometida” con las “clases populares”, que las educara en la verdad oficial, que fortaleciera el nacionalismo, que celebrara los triunfos (o por lo menos los anhelos) de la Revolución en obras cargadas de justicierismo y con lenguaje “accesible”. No escribir así se juzgaba contrarrevolucionario, antinacionalista y antipopular de “burgueses estetizantes, escapistas, europeizantes” y, desde luego, “desviados sexuales”. El castigo eran la denuncia pública y la exclusión de cualquier cargo oficial, el magisterio incluido.

    Aquellos comités -constituidos por generales enhiestos y diputados de baladronada- habrían de reciclarse, ya en el gobierno de Lázaro Cárdenas, en colectivos como la Liga de Escritores y Artistas Revolucionarios. Esta LEAR llevaría a cabo purgas similares con las mismas exigencias temáticas y estilísticas, si bien ahora fortalecidas por un simpático ideolecto marxista: nuestro deber, proclama la LEAR en 1937, es “vigilar la firma substancia mexicana con sentido dialéctico y funcional”.

    No vigilar esa firme substancia le significó serios agravios a muchos escritores que fueron violentamente denunciados, despedidos y atacados desde el Legislativo o la prensa: en 1932, Jorge Cuesta, Rubén Salazar Mallén y Samuel Ramos serán consignados (con el beneplácito de izquierda y derecha) por ofender la “moral pública”; en 1934, Enrique González Martínez será convocado para explicar sus servicios al gobierno de Huerta; también ese año, escritores “populares” como José Rubén Romero, Mauricio Magdaleno y Rafael Muñoz piden al Comité de Salud Pública que se expulse del servicio público a los escritores reaccionarios y “hermafroditas” que “impiden el arraigo de las virtudes viriles en la juventud”; en 1937, Luis Cardoza y Aragón será purgado por “desviacionista y formalista”…

    La nueva nomenclatura que hoy dicta sentencias -a nombre del “pueblo”, se entiende- estrecha cada día más esa vieja ortodoxia y exige, de nuevo, la colectivización de las conciencias. Que lo haga desde una fe partidista, y no desde el gobierno, atenúa el riesgo, pero no la condena. ¿Usted publica en tal revista o diario? Pues ni escriba: el sínodo de popes ya lo proclamó derechista, antipopular, vendido, ilegible y, en suma, “mal elemento”. Una vez más se exige alinearse con la claridad “progresista”, repetir los lugares comunes de la escritura “concientizante”, accesible y políticamente correcta. Una vez más, la evaluación de la “pureza revolucionaria” incluye la raza, la clase o la religión. Son los revividos comités de salud pública, “voz del pueblo” que, fiscales y jueces, siempre en primera del plural, sopesan el legítimo amor a la patria (o a la UNAM).



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