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Rafael Pérez Gay

En tinieblas

Ha publicado cuento (Me perderé contigo, Llamadas nocturnas, Paraísos duros de roer) y (El corazón es un gitano), novela (Esta vez para siem ...

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    16 de mayo de 2010

    El futuro de la Ciudad de México se encuentra en su pasado. Esta frase no sólo es una figura que sugiere la amenaza del regreso a la oscuridad de nuestros ancestros. Hemos desgarrado las tinieblas con grandes dificultades, nos persiguen las doce horas negras, como llamó Victor Hugo a la noche. Iluminar la Ciudad de México y el país entero fue un calvario. Las primeras lámparas de arco voltaico de la capital se inauguraron en 1881 en las calles de San Francisco y Plateros (hoy Madero). Por primera vez, la luz le disputaba a la sombra los espacios clandestinos. El 2 de abril de 1902 se iluminó la oficina del presidente Porfirio Díaz. El primer espacio privado que se alumbró en nuestra ciudad fue el despacho de un dictador.

     Recabé estos datos en la penumbra. La protagonista de esta semana que baja el telón ha sido la oscuridad, los apagones que paralizaron a una parte del Distrito Federal. He dicho que para ser una empresa de clase mundial, a la CFE le falta ofrecer un servicio eficiente a sus clientes. Después leí en EL UNIVERSAL que hay una alta probabilidad de que la causa de los apagones sea el sabotaje. Las autoridades no han mostrado pruebas contundentes de que así haya sido y de que los culpables sean los trabajadores sindicalizados del SME. No es nuevo, hace rato que nadie explica nada y cuando alguien explica  resulta peor.

    Volvamos a la penumbra. En el año de 1921 ocurrieron las Fiestas del Centenario de la Consumación de la Independencia. Herminio Pérez Abreu, presidente municipal del DF, le sugirió al Presidente que inaugurara  los candelabros de la calle de Capuchinas (hoy Venustiano Carranza). Álvaro Obregón aceptó. Al día siguiente, los periódicos pagados por el gobierno aplaudieron el llamado del progreso a través de la luz pública. La ciudad llegaba al millón  de habitantes y 9 mil lámparas iluminaban las calles. Una gran parte del Distrito Federal abría una puerta hacia la oscuridad cuando caía la noche.

    Tengo copias de periódicos, precisamente de El UNIVERSAL, en los cuales el Presidente Obregón y el alcalde Abreu miran la brillantez de los candelabros de Capuchinas como si miraran su porvenir. Por cierto, el futuro de ambos se apagó muy pronto, el primero siete años más tarde, herido de muerte por las balas percutidas de la pistola de León Toral, el segundo nueve años después debido a las complicaciones de una operación en la Clínica Mayo de Rochester. La época en que acopié esos periódicos que ahora veo con dificultad porque seguimos sin luz, mi padre vivía e hicimos un viaje al Centro de la Ciudad, a la calle de Victoria. Compramos seis lámparas de apoyo en una tienda de electrodomésticos. Se trata de dos cilindros de neón que se conectan a los enchufes de energía y cargan una pila con dos horas de duración. Oro molido en emergencias catastróficas. Mi papá ocupó una parte de los noventa años de su fantástica edad prediciendo catástrofes inenarrables que acabarían con la Ciudad de México. A juzgar por las imágenes que vemos en la televisión y en la prensa, hay una alta probabilidad de que al final mi padre tenga razón. Han pasado tres horas y nada de luz, la energía de los cilindros de neón empieza a menguar.

    Intento penetrar las tinieblas con una linterna pequeña. Los años treinta son una década pérdida para el alumbrado. El 13 de septiembre de 1949 se inauguró en el Paseo de la Reforma la primera instalación de postes ornamentales de 9 metros de altura. Esta fecha fija en el tiempo el inicio de la moderna iluminación de la ciudad. Ernesto P. Uruchurtu dedicó sus esfuerzos a derrotar a las sombras. De paso liquidó a la noche mexicana, clausuró cabarés, persiguió con saña la prostitución, castigó el exceso y las pasiones nocturnas.

    A oscuras. Los cilindros de neón se agotaron, nos quedan sólo las velas. Cuando me di cuenta de que la gravedad del asunto nos llevaría esa noche por un túnel negro como la calle en que habito, tomé la decisión de ver una película en la computadora. Revisé cuánto quedaba en la pila de la MacBook. Tres horas. Soy inmensamente rico, pensé. Puse cualquier cosa, el disco de la película Soy leyenda. Denzel Washington es el último hombre sobre la tierra y recorre las calles de Nueva York acompañado de su perra pastor alemán. En Times Square pastan los cervatillos, no hay rastro humano. Un virus acabó con el género humano. No me impresionó. Nosotros sí somos leyenda. Vivimos en una ciudad que desaparece en oscuridades aterradoras, nos amenaza una inundación de proporciones similares a la de 1629, el agua potable sube a los tinacos sólo con bombas que funcionan con electricidad, nuestras calles son inseguras, los narcotraficantes se pasean entre nosotros. Cada vez es más común desayunar antes las imágenes de cuerpos sin cabeza. ¿No somos leyenda?



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