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Guillermo Fadanelli

Vino la noche

Guillermo Fadanelli. Escritor. Entre sus obras destacan Lodo, Educar a los Topos, Mis mujeres muertas, El hombre nacido en Danzig y Hotel DF (n ...

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    03 de mayo de 2010

    Un viejo amigo me relató que durante una larga temporada que pasó postrado en la cama de un hospital vio morir a varias personas. Unos segundos antes de marcharse hacia la nada los moribundos se desnudaban, es decir tiraban las sábanas al piso, se despojaban de la bata o la vestimenta que llevaban y morían en seguida. No sé si el relato sea del todo cierto, pero yo lo narré en una novela que escribí hace poco más de una década. ¿Hacia dónde voy? Intento definir: en el departamento en el que ahora vivo en la colonia Escandón casi no existen muebles. Un par de mesas, un viejo sillón y una cama sin cabecera ni estructura y unas cuantas sillas. Me desagradan los muebles: esos bultos que cumplen funciones precisas y que se multiplican por millones en todas las casas habitadas por seres humanos. Me gusta pensar que soy como uno de esos moribundos del relato de mi amigo y que deshacerse cuanto antes de lo que uno tiene es una de las formas más dignas de habitar el mundo. He llegado al extremo de permitir que mis visitas se lleven los libros de mi casa, acción que apenas hace unos años me habría puesto a temblar de rabia. Cuando me percato que durante una reunión en mi casa alguien mira con codicia alguna de mis preciados ejemplares me acerco y le aconsejo: “no te detengas, llévatelo que a mí poco tiene ya que ofrecerme”.

    Creo que la mayor parte de nuestros problemas se desvanecerían si dejáramos de acumular objetos. La generosidad y el desprendimiento son acciones que casi nadie practica. Somos ratas codiciosas que llevan mendrugos a su rincón. Por eso detesto el progreso cuando no se ciñe estrictamente a lo espiritual. Alguien se ha comprado un nuevo automóvil o ha añadido un cuarto más a su casa, otro ha obtenido un diploma o puede presumir un nuevo traje con sus vecinos. ¿Qué clase de sociedad es esta? La mesura no es su fuerte. La rubia que sonríe con el vientre se ha mudado a Miami. El político ha adquirido una casa con jardín en un fraccionamiento exclusivo. El intelectual ha logrado finalmente pagar su departamento luego de haber acabado con su vista: su espalda encorvada y sus ojos tristes son la prueba de que él también es capaz de poseer bienes. ¿No es todo esto un estímulo para el llanto? Detrás de esta actitud pervive el deseo de ser eternos. Cioran escribió que después de escuchar a un astrónomo hablar de miles de millones de estrellas renunció a lavarse las manos.

    Me dirán que el ascetismo y el cultivo de la humildad son impracticables en una época marcada por la glotonería y el consumo, pero no creo que nadie sea capaz de negar que uno se fortalece cuando menos necesita de objetos para sobrevivir. No es ascetismo, es lógica. No es Proudhon, Cioran, Stirner, Diógenes o filosofía gnóstica sino pura y simple jodida lógica. Una mañana me despierto con la vieja idea de que voy a morir y todo lo que me rodea me parece superfluo. Los objetos poseen ahora un nuevo peso específico. Los bienes que he logrado reunir a lo largo de mi vida me resultan de pronto innecesarios. ¿A eso se ha reducido mi estar en la tierra? Entonces comienzo a lanzar cosas por la ventana. Un acto liberador porque precede a mi propia desaparición. No envidio a nadie, excepto a quienes han muerto con la conciencia de que nunca vivieron. De pronto he recordado un verso de Luis Cernuda. Busco entre las cajas que contienen mis libros, pateo una maceta que mi mujer ha comprado en el mercado que se levanta a unas cuadras de casa. Arremeto contra las paredes y rompo un dibujo que en un instante de desasosiego me parece ridículo. Maldigo a mi madre por haberse dejado seducir por mi padre. Y encuentro el poema: “Hermosa era aquella llama, breve / Como todo lo hermoso: luz y ocaso. / Vino la noche honda, y sus cenizas / Guardaron el desvelo de los astros”.



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