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Irma Eréndira Sandoval

Corrupción, ausente en la reforma política

Investigadora de Tiempo Completo del Instituto de Investigaciones Sociales de la UNAM. Coordinadora del Laboratorio de Documentación y Anális ...

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    22 de enero de 2010

    El drama en Haití nos trae a la memoria, con todas las distancias tomadas, nuestra propia tragedia de 1985 cuando la capital de México sufrió el mayor cataclismo de su historia. Así como Haití es una metáfora de un sistema global racista, irracional y de oprobio que castiga a los más pobres, en México nuestro terremoto desenmascaró un gobierno corrupto e ineficaz, sumido en la inmovilidad y el mutismo en las primeras horas de la desgracia.

    Acostumbrados a la impunidad, ya nadie se acuerda de la corrupción documentada cuando la ayuda desde el extranjero no llegó. Los bienes muchas veces terminaron en el mercado negro operado y permitido por burócratas, lo que reveló la vacuidad del eslogan de “la renovación moral”.

    De entonces a la fecha poco se ha avanzado en la agenda anticorrupción y los datos reprobatorios están a la vista. México hoy tiene el deshonroso penúltimo lugar de Latinoamérica en el Índice de Percepción de la Corrupción de Transparencia Internacional. El último es Haití.

    Desafortunadamente, en la propuesta política de Felipe Calderón la corrupción brilla por su ausencia. Este vacío llama la atención porque las alternativas existen y son viables. El primer paso sería deshacernos de las disquisiciones sobre “trampas”, “mordidas” o sobornos menores asociados a una “ilegalidad agobiante” entre mexicanos.

    El problema no son los 100 pesos que se le ofrecen al policía de tránsito o los 10 pesos para los franeleros, sino las grandes corruptelas y las complejas pirámides de extorsiones y sobornos que hoy tienen postrada la nación en la inmovilidad productiva y la ineficiencia gubernamental.

    Una propuesta estratégica sería el fomento a la denuncia ciudadana a través de una nueva Ley de protección y estímulo a los informantes internos, esos que en otras partes del orbe son conocidos como whistleblowers, los que dan la alarma. En México el ciudadano sabe que para que su denuncia tenga sentido es necesario tener “influencias”, o contar con garantías civiles, laborales, y de protección a su integridad que hoy no existen.

    Una ventaja de esta figura es que no es exclusiva del ámbito público, sino que incluye denuncias a las prácticas ilícitas de corporaciones privadas que por su tamaño afectan a toda la sociedad.

    Es cierto que actualmente existe la figura del “testigo protegido”, pero ésta se inserta más en el crimen organizado que en el combate a la corrupción. Además, esta estrategia acusa serias deficiencias que orilla a sus participantes a abandonar el programa e incluso algunos pierdan la vida.

    Una segunda reforma sería para prevenir uno de los síntomas más ominosos de la corrupción: conflictos de interés. Muchas veces los vínculos familiares y compromisos políticos o económicos alejan los gobernantes del interés público.

    Si bien hay disposiciones útiles en la Ley Federal de Responsabilidades Administrativas, faltaría robustecer la norma para definir con más detalle en qué consisten, cuándo se generan, cómo se previenen y cómo se castigan.

    Al respecto destacan algunas iniciativas como la aprobada por el Senado hace un par de años. Pero estas propuestas apenas apuntan a incompatibilidades parlamentarias cuando lo que hace falta es asumir una perspectiva más integral.

    En tercer lugar, ha llegado la hora de que a las instituciones que auspician la honestidad y transparencia de la administración pública, se les corte el cordón umbilical del Ejecutivo y el Legislativo. La Secretaría de la Función Pública, el Instituto Federal de Acceso a la Información Pública, la Auditoría Superior de la Federación, incluso la Procuraduría General de la República deberían convertirse en órganos con autonomía plena. Su falta de coordinación así como una clara subordinación política provoca la simulación.

    Finalmente, es necesario que los partidos políticos de una vez se conviertan en sujetos obligados de la Ley de Transparencia. El origen de muchos de los males de la corrupción surge de que los partidos y sus fracciones parlamentarias tienen discrecionalidad en el manejo de los recursos.

    Más que emprender cruzadas de “limpieza cultural” contra los ciudadanos “mal portados”, habría que proponer reformas que atiendan de raíz el problema. Evitemos que nuestros propios terremotos de corrupción y autoritarismo continúen afectando la legitimidad de los actores y espacios públicos. Asumamos el reto de reformas estructurales en contra de la corrupción.

    Investigadora del IIS de la UNAM



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