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David Ibarra

El desmantelamiento de la política económica



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    26 de diciembre de 2009

    En la lógica del Consenso de Washington, la política monetaria debe ocupar el lugar central en la administración económica de las naciones. Consecuentes con esa lógica, en México hemos importado acríticamente políticas hasta vaciar de contenido a la administración de la economía.

    Con la liberalización de las transacciones externas en cuenta corriente y cuenta de capital, se elimina buena parte de los instrumentos y medidas de resguardo a los productores. A su vez, la desregulación financiera interna unida a la esterilización de la autonomía promocional de la banca de desarrollo, contribuyó a completar el desmantelamiento de los instrumentos de la política industrial. La privatización de empresas públicas, unida a la extranjerización de parte importante de los mejores consorcios nacionales, restó capacidad de acción y poder económico al Estado y a la iniciativa privada. Luego, la promulgación de la Ley de Responsabilidad Hacendaria que prácticamente compromete el equilibrio presupuestal, limita todavía más los márgenes estatales de maniobra. A todo lo anterior, se añade el otorgamiento de independencia al Banco de México con el cometido único de combatir la inflación y la prohibición colateral de financiar al gobierno, para segregar “de facto” y “de jure” al Estado de funciones medulares, anejas a la política económica del país.

    En consecuencia, el gobierno apenas dispone de dos instrumentos económicos importantes: los impuestos y el gasto público, ambos constreñidos severamente de antemano. El primero, por las enormes resistencias políticas a tributar que históricamente ha convertido a México en un enorme paraíso fiscal. En cuanto al gasto, la pobreza de las recaudaciones impositivas, ahora aunadas a la disminución de los ingresos petroleros y la regla del equilibrio presupuestal, reducen sensiblemente la influencia y el radio de acción gubernamentales. De aquí la impotencia en implantar políticas siquiera contracíclicas.

    Entonces, el instrumento de mayor significación queda confinado al manejo de la tasa de interés del banco central. No se resta importancia al tipo de cambio, pero su influencia se subordina a la tasa de interés por cuanto ésta supuestamente influye en el ritmo de actividad económica y realmente en la magnitud de los flujos del ahorro externo, esto es, en el financiamiento de la balanza de pagos.

    Ya adoptado el Consenso de Washington, las autoridades nacionales han hecho esfuerzos por importar el paradigma monetario que lo complementa. De ese paradigma se deriva una serie de reglas que hemos ido implantando a lo largo de los años. Primero, la política monetaria se sitúa en manos de un banco central independiente y lo más aislado posible del tráfago político; segunda, se fijan metas nacionales de inflación con un horizonte de tiempo predeterminado como ancla nominal del sistema de precios; tercero, se utilizan ajustes en la tasa de interés para alcanzar las metas que se establezcan; cuarto, los préstamos al gobierno quedan limitados; quinto, en su versión más ortodoxa, la política monetaria está enfocada a controlar el ritmo de inflación, pasando por alto o relegando a segundo término cualquier otra meta o efecto económico de la misma.

    Entre 1990 y 1992 se reprivatizan 18 bancos. Dos años después la Comisión de Cambios adoptó formalmente el régimen de flotación libre del peso, pero siguió influyendo en el mismo a través del “corto” —una especie de encaje, el diferencial entre las tasas internas y externas de interés y la emisión de valores reguladores (BREMS y Bondes). En 1993 entra en vigencia la nueva ley que formaliza la autonomía del Banco de México.

    Ya en 2005, la política monetaria se condujo a partir de objetivos de inflación, pero se combinó el uso de las tasas de interés, el “corto” y otros mecanismos heterodoxos. Fue hasta 2008 cuando se sustituyen casi por entero los controles sobre la oferta de dinero y se deja a la tasa de interés el papel instrumental de satisfacer las metas inflacionarias. Al propio tiempo, se eliminan todas las trabas jurídicas a la inversión extranjera en instituciones que ya disponen alrededor del 85% de los recursos bancarios.

    Los resultados macroeconómicos del periodo 1989-2008 no podrían atribuirse por completo a la política monetaria por importante que hubiese sido su influencia. En el medio, hay disturbios, cambios institucionales y la crisis de 1995. El gran logro en ese lapso fue el abatimiento de la inflación, atribuible por igual a un manejo fiscal prudente. En contraste, el ritmo de crecimiento se abate, la exclusión y pobreza se agravan con el desbarajuste del mercado de trabajo; hay, por último, desplome económico en el año en curso, por más que se atribuya a factores externos.

    Una vez finiquitada la incorporación al canon monetarista y con el antecedente de haber desmantelado el intervencionismo fiscal y de la política industrial, cabría preguntarse si la manipulación de las tasas de interés sería suficiente para satisfacer el triple objetivo de prevenir la inflación, estabilizar el tipo de cambio y ganar crecimiento. Por más que se busque, la respuesta es negativa. Se requiere instrumentar reformas audaces que incluso van más allá de combinar políticas fiscales y monetarias, como hacen el grueso de los países para salir de la crisis. En nuestro caso, es indispensable, además, renovar instituciones y enfoques hasta recuperar mínimos de autonomía financiera.

    La tasa de interés como instrumento principal de la administración macroeconómica tropieza con enormes obstáculos. En primer término las señales del Banco de México con alzas o bajas en la misma no alteran mayormente el comportamiento de bancos o empresas. La banca comercial se ha especializado en financiar al consumo, al gobierno y abandonado en alto grado a la producción y a la inversión. La banca de desarrollo casi no otorga préstamos directos, se limita a descontar y compartir los riesgos de la banca comercial. Las empresas líderes del país satisfacen o satisfacían sus necesidades en bancos del exterior, insensibles a los cambios de postura de la política monetaria nacional.

    En segundo lugar, la Bolsa Mexicana de Valores o los mercados de bonos y de papel comercial, no constituyen todavía fuentes importantes al financiamiento, sea porque padecen de subdesarrollo o porque siguen acontecimientos externos, como ocurre con las cotizaciones accionarias seguidoras del mercado de Nueva York.

    En tercer lugar, los mecanismos de regulación bancaria han hecho caso omiso del control de las elevadas tasas activas de interés. Cuando más, se ha buscado reducirlas por la vía de acrecentar la competencia multiplicando las licencias bancarias, pero sin romper el oligopolio establecido y paradójicamente sacando de la concurrencia a los bancos de desarrollo. El Banco de México al mover la tasa de interés interbancaria a un día, difícilmente influye, sea en las tasas reales de interés de los préstamos a los productores o siquiera en los márgenes de intermediación financiera. En consecuencia, los movimientos de la tasa de interés, cuando más, alteran el comportamiento de los ahorradores nacionales o extranjeros. Hoy en día, la tasa de interés Cetes a 28 días resulta inferior a la inflación, confiscando ingresos a los ahorradores nacionales. En cambio, al inversionista extranjero, le resulta atractivo recibir una remuneración muy superior a la que le otorgan los bancos en el exterior y protegerse de posibles riesgos, invirtiendo a corto plazo. De aquí surge una de las causas de la acumulación de reservas internacionales y de las presiones a la revaluación del tipo de cambio.

    Esa constelación de callejones sin salida en que estamos insertos y desarmados, imprime enorme ineficacia a la pasividad de la política económica frente a la crisis global y el aplazamiento de cambios en la estructura de la producción nacional. Se han desmantelado las políticas industriales y fiscales. A mayor abundamiento, las políticas monetarias resultan poco útiles o hasta contraproducentes para propiciar desarrollo, empleo o siquiera equilibrar la balanza de pagos.

    Analista político y económico



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