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Ricardo Raphael

Efecto depresión

Maestro en Ciencias Políticas por el Instituto de Estudios Políticos de París, Francia. Maestría en Administración Pública por la Escuela ...

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    21 de septiembre de 2009

    Siete de cada 10 mexicanos percibimos que las cosas en el país han empeorado durante el último año, y casi la mitad de la población mira el futuro con pesimismo. Tal valoración de la realidad no tiene que ver con el ingreso económico, ni con el nivel educativo de las personas. Este ánimo bajo impacta sin distinción; quizá sólo la edad influye un poco como causa, ya que quienes declaran haber tenido una vida más larga, parecieran compartir mayor pesimismo.

    Esta información es arrojada por la encuesta de Berumen y Asociados que publica el día de hoy EL UNIVERSAL, a propósito del desempeño presidencial de Felipe Calderón Hinojosa y otros temas relacionados.

    Hoy los mexicanos, al igual que una buena parte de la población mundial, estamos viviendo bajo los efectos de la depresión. El fenómeno no es extraño a la humanidad. Así como ha habido momentos en nuestra historia donde las energías sociales lo mueven todo —el arte, los negocios, la creatividad, la mística, la euforia y hasta la reproducción— los hay también cuando la maquinaria que hace marchar a las comunidades sufre por falta de fuerza.

    Los seres humanos, con todo y nuestra vanidosa subjetividad, no somos ajenos al estado anímico de la sociedad donde nos situamos. El ambiente emocional es altamente contagioso. Somos mucho más permeables a él de lo que quisiéramos suponer. La familia y la red social a la que pertenecemos, las esferas de trabajo o de ocio que frecuentamos, las relaciones afectivas que sostenemos y también el lugar geográfico o el país donde vivimos, determinan y mucho nuestras percepciones y por tanto nuestro comportamiento.

    No pretendo negar aquí que la personalidad propia sea el producto de nuestra subjetividad, pero al mismo tiempo hemos de aceptar humildemente que también lo es de la situación donde cotidianamente nos expresamos y dialogamos. Una comunidad envilecida nos envilece; este es el “efecto Lucifer” magníficamente descrito por Philip Zimbardo, en un texto aparecido hace un par de años.

    En sentido inverso, una comunidad virtuosa eleva los criterios de lo que somos capaces de rechazar o de permitir. Somos individuos pero también formamos parte de un animal demográfico inmensamente más amplio que nosotros mismos. De esta circunstancia derivan muchas de las dificultades, pero también buena parte de nuestra felicidad.

    Por lo anterior es que la mentira, la traición, el engaño, la impostura o la inmoralidad, entre tantos otros dispositivos desagradables de lo humano, son tanto o más contagiosos que la gripe. Lo mismo que el optimismo, la inteligencia, la reinvención, la generosidad, las buenas expectativas o la esperanza.

    A la depresión habríamos de interpretarla desde esta lógica. Sobre todo aquella que se expresa en la plaza pública donde los fenómenos económicos, culturales, políticos, religiosos o sociales requieren de la participación de más de una voluntad humana.

    Hay sin duda en este año, razones muchas y objetivas para que los mexicanos estemos bajos de ánimo. Hemos sufrido un verdadero coctel para achicar el espíritu: crisis de inseguridad revuelta con crisis económica y aderezada con brotes y rebrotes de influenza. Todo ocurriendo mientras la credibilidad en la política y los políticos repta a milímetros del suelo.

    Si la teoría de los ánimos sociales tiene algo que decirnos para salir de esta depresión, la respuesta relevante sería aquella que nos permitiera romper el círculo vicioso, el cual tiende a convertir en profecía autocumplida las pobrísimas esperanzas que hoy tenemos los mexicanos sobre nuestro futuro.

    En efecto, por estos días abundan las expectativas no cumplidas y escasean, como pocas veces ha ocurrido, las buenas iniciativas. Todo esto en un contexto de filosísima incredulidad social; cuchillo que corta todo lo que humanamente podría tejerse. De cuanto problema enfrenta México en el presente, quizá este sea el peor. Hacía muchas décadas que la crisis de liderazgo en México no era tan profunda.

    No se trata sólo de los políticos y su pobre capacidad para movilizar voluntades hacia tal o cual dirección, un asunto que de suyo es ya muy lamentable. También está presente la pobre confianza que producen las demás figuras públicas. No hay empresario, sindicalista, organizador social, voz académica o intelectual que reinvente la certidumbre extraviada y ofrezca un rumbo general para salir del marasmo.

    Este es el síntoma más nítido de nuestro efecto-depresión: la ausencia de personalidades con capacidad para levantar la cabeza, mirar a lo lejos, trazar los referentes en el horizonte y detonar la energía y confianza social de las que nos dolemos hoy los mexicanos.

    Analista político



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