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Ricardo Raphael

La advertencia de Ciudad Juárez

Maestro en Ciencias Políticas por el Instituto de Estudios Políticos de París, Francia. Maestría en Administración Pública por la Escuela ...

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    13 de julio de 2009

    Si el combate a la criminalidad no comienza a conducirse en México junto con la construcción de un verdadero estado de derecho, desde el cual se vigilen rigurosamente los derechos humanos, el gobierno de Felipe Calderón Hinojosa terminará añadiendo un peldaño más a la ya muy amplia historia del autoritarismo mexicano.

    Faltan unos cuantos meses para que la guerra contra los cárteles de las drogas emprendida por la actual administración cumpla tres años. Hoy hay razones suficientes para someterla a una seria y sincera revisión. Por una parte, siendo esta política la que tanto el Presidente como su partido decidieron explícitamente someter a refrendo durante el pasado proceso comicial, y valorando los resultados que emergieron de las urnas, es posible concluir que la ciudadanía no otorga ya su voto pleno a la manera como se están conduciendo las cosas en este frente.

    Cabe destacar también la impresionante crecida de quejas en contra de los efectivos del Ejército y las fuerzas policiales federales a propósito de las violaciones a los derechos humanos en México: allanamiento de morada, tortura, desaparición forzada y asesinato son acusaciones que tanto el gobierno de Estados Unidos como las organizaciones de derechos humanos han recibido abultadamente durante los últimos meses.

    ¿Deberán estos dos hechos —el desgaste que esta guerra ha propiciado entre la población y el abuso incremental sobre los derechos humanos— llevar a reconsiderar la política de seguridad del gobierno calderonista?

    Tengo para mí que sería muy irresponsable desestimar las razones y los fundamentos que dieron origen a esta política. Sin embargo, no haría daño evaluar seriamente si las estrategias elegidas para su consecución deberían mantenerse como están o habrían de ser modificadas.

    Apenas ayer en estas páginas, el procurador general de la República, Eduardo Medina Mora, recordó con toda pertinencia: antes de que el gobierno de Felipe Calderón se decidiera a enfrentar al crimen organizado, “la vida de centenares de miles de mexicanos era ya una tragedia inaceptable. Muchos dormían, despertaban y pasaban sus días conviviendo con el miedo, el crimen, la violencia y la muerte”.

    En efecto, la situación previa era intolerable. Los criminales más peligrosos habrían optado por salir de las coladeras para pasearse libremente sobre nuestras calles, al tiempo en que su actuación pública desató una espiral incontenible de violencia. Frente a este hecho, el Estado mexicano no podía haber actuado de otra forma. Era necesario hacer creíble que la autoridad legal del país estaba al mando y que las instituciones democráticas conservaban para sí el monopolio de la violencia.

    Fue desde esta perspectiva que los mexicanos nos hicimos tolerantes frente al aparatoso despliegue militar sobre las regiones rurales de Michoacán, Durango o Sinaloa. Y también —aunque se tratara de un expediente mucho más delicado— que aceptáramos militarizar la vida en las zonas urbanas de Tijuana, Culiacán, Torreón o Ciudad Juárez

    No cabe ahora llamarnos a sorpresa: sabíamos todos que ahí donde el Ejército se estaciona para hacerse cargo de la seguridad pública crece automáticamente la violación a los derechos humanos. Se trata de una consecuencia que en el mundo y a lo largo de la historia no conoce excepción. Empeora aún más las cosas que la insensibilidad frente a esta circunstancia crezca en las autoridades civiles, los medios de comunicación y la población en general.

    Bajo la idea equivocada de que a los criminales hay que atraparlos, condenarlos o matarlos —sin considerar consecuencia ulteriores— se suele relajar la vigilancia demandada a cualquier régimen democrático, con respecto a los derechos humanos. El problema gordo comienza a notarse cuando —en su desempeño como implacables garantes de la seguridad— los militares y los agentes policiacos pasan igualmente a vulnerar los derechos de las personas inocentes.

    Esto es precisamente lo que ha venido ocurriendo en nuestro país y hay pruebas convincentes para afirmarlo. Tal y como hoy se da noticia en estas páginas, en Ciudad Juárez muchas de las víctimas a quienes se les han violado sus derechos son jóvenes de clase obrera que, por rencillas o diferencias con integrantes de sus respectivas comunidades, han sido falsamente acusados de traficar con drogas o con armas.

    Un antídoto real para evitar esta sistemática transgresión —utilizado en otros países democráticos que han enfrentado procesos similares— es que las autoridades encargadas de velar por la legalidad de los procesos penales y de proteger los derechos humanos acompañen —en la primera línea del frente— a los efectivos que combaten directamente a la criminalidad.

    Más y no menos derechos humanos es el componente que aún le hace falta a esta campaña emprendida por el gobierno de Felipe Calderón. No se trata de una demanda ingenua. De esta condición dependerá probablemente el juicio que las futuras generaciones harán a este Presidente por su gestión.

    Analista político



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