Opinion

Armar a la ciudadanía siempre será peligroso, por más honorable que parezca su intención. Es muy fácil confundir la defensa propia con la venganza y en esa línea divisoria, muy delgada, nuevas injusticias pueden cometerse contra otros inocentes. Con una pistola en la mano una víctima puede convertirse en criminal por el afán de hacer justicia en el acto.

Pero ¿cómo decirle no a una comunidad que vio morir a uno de los suyos porque se atrevió a desafiar a los secuestradores de su hermano? Ése es el caso de Benjamín Le Barón, asesinado hace tres días por un comando de sicarios que fue hasta su casa para torturarlo, llevárselo y regresar su cuerpo a los suyos ya sin vida. De hecho algunos habitantes habían manifestado horas después del crimen su deseo de adquirir armas y buscar ellos mismos a los responsables.

La reacción de la sociedad en general es similar luego de años de que las marchas multitudinarias no han hecho desaparecer los secuestros y las extorsiones. El problema es que la reacción de una turba iracunda, como en San Juan Ixtayopan, o de un escuadrón de la muerte que se dice extraído de la sociedad —aunque es difícil que lo sea— actuará siempre con base en impulsos y creencias, nunca en criterios objetivos que salven la vida de los inocentes.

La teoría dice que sin un juez, leyes que den garantías a los acusados e instituciones controladas por el poder público es imposible la justicia. Esto es cierto, comprobado, pero es imposible de transmitir a una sociedad aplastada por el crimen.

Con todo, hoy la comunidad mormona de Le Barón ha manifestado que planea colaborar con las autoridades y armarse sólo con la vigilancia de la policía estatal. No siempre será así ni en Chihuahua ni en el resto del país. La clase política debe entender que esta es una cuenta regresiva.