aviso-oportuno.com.mx

Suscríbase por internet o llame al 5237-0800




Ricardo Raphael

Gran desencanto

Maestro en Ciencias Políticas por el Instituto de Estudios Políticos de París, Francia. Maestría en Administración Pública por la Escuela ...

Más de Ricardo Raphael



ARTÍCULOS ANTERIORES


    Ver más artículos

    15 de junio de 2009

    Siete de cada 10 mexicanos aseguran que los políticos no les consideran a la hora de tomar sus decisiones. El 66% no se siente representado por ningún partido político. Un 67% se dice insatisfecho o muy insatisfecho con el funcionamiento de la democracia mexicana.

    Estos datos recogidos por Berumen y Asociados (entre el 29 de mayo y el 1 de junio), son alarmantes. Confirman un malestar que debería ser tomado seriamente. Con ellos, no sorprende que uno de cada 10 electores quiera ir a la urna el próximo 5 de julio para anular su voto. Tampoco que alrededor de seis de cada 10 electores terminarán de plano por abstenerse el día de los comicios.

    De no modificarse esta tendencia durante las próximas semanas, la legitimidad de la futura Cámara Baja será pobre. A nivel federal, alrededor de 30 millones de personas habrán tomado una decisión que correspondía a casi 78 millones.

    ¿Cómo ocurrió que un país cuyo entusiasmo por la democracia era tan grande, terminara así de desencantado nueve años después?

    La situación económica por la que hemos atravesado los mexicanos durante los últimos tres lustros aparece como la primera explicación. A diferencia de otros países como España, Chile, Polonia o la República Checa, la transición a la mexicana no vino aparejada de un crecimiento sustancial en el ingreso de cada persona.

    Si bien es cierto que el desempeño general de la economía nacional mejoró con posterioridad a la crisis de 1994-95, también lo es que esa circunstancia no repercutió en el patrimonio y calidad de vida de un gran número de compatriotas.

    En estas fechas, cuando una nueva crisis de proporciones aún insospechadas azota las ventanas y puertas de los hogares mexicanos, es comprensible que esa misma mayoría se encuentre decepcionada del sistema político.

    Entre las razones que aportaron al desencanto están también los modos y las formas utilizados por los partidos políticos cuando celebraron la última reforma electoral. La negociación que llevó a defenestrar —en contra de la Constitución— a los consejeros del IFE que habían sido electos por siete años, dejó un muy mal precedente.

    Peor se puso la cosa cuando varios de los nuevos consejeros electorales llegaron a sus asientos por la evidente cercanía que sostenían con los principales grupos y partidos políticos, y no por su necesaria neutralidad.

    Con ese movimiento, se optó por restarle credibilidad al árbitro. El IFE tenía cerca de 70% del respaldo popular después de las elecciones federales de 2006. Hoy recibe en las encuestas 20 puntos menos. De un cabo al otro de esta historia están, primero, quienes mandaron al diablo a las instituciones. Y luego, quienes se las entregaron personalmente a ese mismo señor.

    Sin invalidar lo anterior, propongo aquí una tercera serie argumental para explicar el desencanto. A diferencia de otras historias democráticas, la transición mexicana no surgió de la necesidad por garantizar derechos, libertades, participación y obligaciones entre la población.

    Su origen es uno muy distinto: es el producto de una élite política en expansión que requería de nuevas y mejores reglas para competir por el poder. Nuestra democratización no tuvo nunca al ciudadano en el centro de sus intenciones, sino a los grupos políticos más influyentes y a los partidos donde se alojaban.

    Más allá del derecho a votar, los mexicanos no hemos mejorado casi en nada la calidad de nuestra ciudadanía. Tanto nuestros derechos civiles como los sociales se encuentran tan rezagados como a mediados de la década pasada.

    ¿Por qué los mexicanos habríamos de estar contentos con el funcionamiento de una democracia que sólo ha servido para definir las reglas de competencia entre los poderes y los poderosos?

    ¿Por qué felicitarnos por un esfuerzo que ha abusado de la reforma electoral, al tiempo en que se ha desentendido del primer capítulo de la Constitución? No hay democracia sin ciudadanía, ni ciudadanía sin derechos. Esta es una premisa que nuestra clase política olvidó desde el origen de la transición. Ahora estamos pagando las consecuencias.

    Llegó el momento de dejar en paz las reglas de competencia entre la élite. Ni una reforma electoral más, por favor. Lo que urge es poner el acento en el tema del funcionamiento del Estado y en su capacidad para asegurar el ejercicio de los derechos. Sólo así obtendremos mejor calidad en la participación y por tanto mejor ejercicio de las obligaciones ciudadanas.

    Analista político



    ARTÍCULO ANTERIOR
    Editorial EL UNIVERSAL Un Hoy No Circula más justo


    PUBLICIDAD.