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Ricardo Raphael

Accidente televisivo

Maestro en Ciencias Políticas por el Instituto de Estudios Políticos de París, Francia. Maestría en Administración Pública por la Escuela ...

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    25 de mayo de 2009

    Los programas cómicos con más alta audiencia en México son aquellos dedicados a la ridiculización del otro. Un otro que suele escogerse dentro de un repertorio limitadísimo de personajes seleccionados por su identidad o condición: “la mujer”, “el homosexual”, “el travesti”, “el indio”, “el naco”, “la persona con discapacidad”, “el obeso”, “el pobre”.

    Les viene de maravilla a las televisoras, a sus productores y a sus actores abusar, porque saben bien que del otro lado existe una mayoría de espectadores que son rápidos y fáciles para aplaudir la burla impuesta sobre quienes son valorados como distintos.

    La justificación para reír a carcajadas a costa de la persona socialmente vulnerable es simplísima: “mientras ‘yo’ no caiga en esa circunstancia discriminatoria conservaré para mí el papel de burlador”. Un acto de humor que ocurre gracias al escape que ofrece el comediante al demostrar que hay quien se encuentra en un lugar de menor valía social dentro de la comunidad a la que se pertenece.

    Accionando excesivamente sobre este mecanismo facilón de la conciencia, los hacedores de estos programas crean y recrean relaciones injustificadamente asimétricas para atraer a su auditorio. Ante las críticas, argumentan que ningún principio antidiscriminatorio puede atentar contra su libertad de expresión. También advierten que sin estos recursos grotescos desaparecería la comedia en México.

    Desde que tengo memoria, por primera vez ha surgido una crítica abierta a esta forma de comicidad gracias al airado y bien reflexionado texto que Katia D’Artigues detonó desde su columna y su blog publicados por EL UNIVERSAL, el viernes de la semana pasada.

    He de confesarme aquí sorprendido por la abundante cantidad de comentarios y críticas que surgieron a propósito de la representación que Galilea Montijo, Roxana Castellanos y los hermanos Santiago y Rubén Galindo montaron para el programa Hazme reír y serás millonario transmitido dominicalmente por la empresa Televisa.

    Sorprendido porque esta discusión no había siquiera rozado el debate público donde todos los días nos construimos los mexicanos. Al contrario, burlarse y discriminar al otro en televisión por su identidad o condición de vulnerabilidad era, hasta hace muy poco, considerado una circunstancia impecablemente normal.

    Estamos tan habituados a la discriminación que no tenemos anticuerpos intelectuales para detectarla cuando ésta ocurre. Si se nos coloca en situación de superioridad la toleramos, la promovemos y la reproducimos sin contención. Basta con que, en el caso mencionado, podamos identificarnos con los papeles de las señoras Montijo o Castellanos —o de perdida con el de un travieso perico de peluche— para que el grotesco acto impuesto sobre el individuo burlado termine defendiéndose con los razonamientos más inverosímiles.

    Ni siquiera el crítico juez del programa, Rafael Inclán, contó con herramientas intelectuales para transmitir las razones de su instintiva incomodidad. Con gran ligereza y demasiado apremio, llamó a la persona discriminada “accidente de la televisión” y “anormal”. A lo que la señora Montijo respondió con una cándida y muy manipuladora sentencia que devolvió la acusación señalando de discriminador a quien intentó cuestionar la moralidad del acto.

    Todo este episodio es un nítido fresco sobre el estado que guarda la discusión del papel que juegan los medios de comunicación a propósito de la reproducción de actitudes y mapas mentales discriminatorios.

    Largo tramo falta todavía para que el derecho a no ser discriminado, inscrito apenas hace ocho años en nuestra Constitución, deje de ser letra muerta para leguleyos y se convierta en un valor honrado por nuestra inteligencia, nuestras prácticas cotidianas y, sobre todo, nuestro sentido del humor.

    Sólo si nos apropiamos de esa ética dejaremos de aplaudir la comicidad estúpida y forzaríamos a quienes la hacen para que confeccionen, con algo más de ingenio, sus tramas y argumentos. En concreto, para que diviertan con humor y no con la ramplonería de lo abusivo y lo grotesco.

    Mientras tanto, no les caería mal a las televisoras celebrar una revisión a sus códigos de ética y nombrar también a un defensor de sus audiencias, con el explícito propósito de hacer compatible su negocio con la libertad de expresión y con el derecho a no ser discriminado. No vaya a ser que antes de hacerlo, la Constitución termine cayéndoles encima bajo la forma de una costosa demanda judicial.

    Este hecho también debería despertar el interés de la Cámara de la Industria de la Radio y la Televisión (CIRT), en cuyo código ético no aparecen, ni por asomo, los principios relativos a la no discriminación.

    Analista político



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