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José Luis Calva

Paridad peso-dólar

Investigador del Instituto de Investigaciones Económicas de la UNAM. Especialista en economía agrícola y desarrollo rural, fue distinguido c ...

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    26 de marzo de 2009

    La volatilidad del tipo de cambio interbancario, que en sólo 10 días pasó de 14.08 pesos por dólar estadounidense (28/I/09) a 15.49 (9/III/09), para bajar a 13.92 nueve días después (18/III/09) y volver a subir a 14.36 (24/III/09), así como la fuerte devaluación del peso mexicano, que acumuló 45.4% (entre el 4/VIII/08 y 24/III/09), han generado importantes interrogantes: ¿está subvaluado o sobrevaluado el peso mexicano? ¿Habrá una nueva caída brusca del peso en 2010? ¿Es factible reducir la volatilidad?

    Para empezar, hay que recordar que en los sistemas cambiarios de libre flotación es la relación entre oferta y demanda de divisas la que cada día determina el tipo de cambio. Pero este libre juego del mercado entraña un grave riesgo sobre todo para los países en desarrollo: que su economía contraiga la “enfermedad holandesa”, porque una sobreoferta de divisas, cualquiera que sea su origen —ingresos petroleros extraordinarios, remesas familiares, inversión extranjera de cartera, etcétera—, puede provocar una significativa apreciación real de la moneda nacional, con efectos negativos sobre la competitividad-precio de los productos nacionales, tanto en el mercado interno (frente a las importaciones) como en los mercados externos, con el consiguiente efecto perverso sobre el crecimiento del PIB y del empleo.

    Esta fue precisamente la enfermedad que padeció la economía mexicana durante los años previos a la reciente devaluación.

    Pero la crisis desencadenada por el cataclismo de Wall Street modificó la situación: de un mercado sobreofrecido de divisas, México pasó a un mercado en el que la demanda superó sistemáticamente la oferta, debido a la caída de los ingresos petroleros y de las remesas, al retiro de inversiones extranjeras de cartera y a las compras extraordinarias de divisas por empresas con vencimientos de deudas en dólares o con apuestas perdidas en derivados. El resultado fue la depreciación del peso mexicano.

    Sin embargo, a diferencia de los factores que determinan el tipo de cambio en los mercados de divisas, la paridad de equilibrio de largo plazo está determinada por la balanza de comercio exterior: existe cuando el valor de las importaciones es igual al valor de las exportaciones (descontando, desde luego, los ingresos extraordinarios derivados, por ejemplo, de la exportación de gas natural que en la década de 1960 provocaron la sobrevaluación del florín y el consiguiente marasmo de la economía de Holanda).

    Por el contrario, cuando un país tiene un persistente déficit comercial, su moneda está sobrevaluada; o si logra un persistente superávit comercial (sin ingresos extraordinarios), su moneda está subvaluada. Ejemplos: en el periodo 1997-2008, China acumuló un superávit comercial de un billón 380 mil 117.2 millones de dólares, lo que acusa la tremenda subvaluación de su moneda; mientras que en igual periodo México acumuló un déficit comercial de 238 mil 201.83 mdd descontando los ingresos petroleros extraordinarios, y de 93 mil 631.79 mdd sin descontarlos, evidenciando así la sistemática sobrevaluación de nuestra moneda.

    Por eso, desde nuestra primera entrega en este espacio editorial (8/V/95) hemos recomendado una política cambiaria de flotación administrada con piso cambiario. Definiendo como tipo de cambio de equilibrio la paridad peso-dólar estadounidense que se observa cuando la balanza comercial sin ingresos petroleros extraordinarios (y sin maquiladoras) se encuentra en equilibrio —señal inequívoca de que la planta productiva mexicana es globalmente competitiva con ese tipo de cambio—, situación que se observó en 1988 (paridad que a precios actuales sería de 15.70 pesos por dólar) y nuevamente en el primer semestre de 1996 (la paridad sería de 15.50), dicho tipo de cambio de equilibrio debe ser adoptado como piso cambiario. Manteniendo en general el régimen de flotación hacia arriba el Banco de México debe evitar —simplemente comprando dólares— que el precio del dólar baje del piso de equilibrio cambiario, ajustando este piso periódicamente conforme a la diferencia entre las tasas de inflación mexicana y estadounidense. (Ciertamente, la paridad real de equilibrio de largo plazo podría resultar actualmente un poco menor que la observada en 1988 o en el primer semestre de 1996, pero sobre todo en tiempos de recesión es preferible tener una moneda subvaluada que sobrevaluada.)

    De esta manera, dispondríamos de una política cambiaria que no sólo apoyaría la competitividad agregada de la planta productiva mexicana y, eo ipso, el crecimiento del PIB y del empleo, sino que reduciría enormemente la volatilidad cambiaria y alejaría el fantasma de una nueva depreciación abrupta del peso mexicano.

    Investigador del Instituto deInvestigaciones Económicas de la UNAM



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