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Ignacio Solares

Una iglesia criminal

Inspiración en el interés público, responsabilidad, búsqueda de la verdad, de permanente justicia y del cumplimiento de los derechos humano ...





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    22 de marzo de 2009

    “Quizá, de los muchos crímenes que ha cometido la Iglesia católica a lo largo de su historia —y, claro, siempre a nombre de Cristo—, ninguno sea tan inhumano y haya provocado tanto sufrimiento como la campaña pontificia en el siglo XX en contra de la prevención de los embarazos”, escribe la teóloga alemana Uta Ranke.

    La acusación habrá que extenderla al siglo XXI, ya que en días recientes la Iglesia católica ha dado nuevas pruebas de su capacidad criminal. En Brasil, el Vaticano excomulgó a la madre y a los médicos que provocaron el aborto a una niña de nueve años violada. En Camerún, el papa Benedicto XVI llegó alertando contra el preservativo, cuyo uso califica como pecado mortal. Sólo en Camerún hay medio millón de infectados y más de 300 mil niños huérfanos a causa del sida. En total, se calcula en África subsahariana 67% de los 33 millones de personas portadoras del síndrome de inmunodeficiencia adquirida en el mundo.

    En esto, Benedicto XVI no hace sino continuar y extender la política contra los anticonceptivos desplegada por su antecesor. Baste recordar que en 1988, Juan Pablo II, a través de su portavoz Carlos Cafarra, director del Instituto Pontificio para Cuestiones Familiares, aclaró que, por ejemplo, “un hemofílico con sida no puede copular con su esposa en toda su vida, ni siquiera después del climaterio de ella, porque el condón es una forma de contracepción prohibida por Dios. Y si el hemofílico con sida no es capaz de guardar continencia perpetua, es mejor que infecte a su esposa en lugar de recurrir al condón”. Caso este en verdad ejemplificante, de clara toma de posición ante el tema y de tan manifiesta crueldad, que sería difícil encontrar un parangón en las obras del propio Marqués de Sade.

    Habría que imaginar al pobre hemofílico con sida una noche, ardiendo aún de deseo por su mujer —que seguramente no se ha enterado de las enfermedades de su marido—, lanzando a un lado el condón e infectándola… en nombre de Dios.

    Al mencionar esta (espeluznante) declaración de nuestra Santa Madre Iglesia, Uta Ranke agrega que “la campaña pontificia en contra de los anticonceptivos ha alcanzado un punto tal de dramatismo inhumano que, si no se tratara del propio Papa, su posición debería haberle creado problemas con las leyes penales”.

    Quizá, si existen, también debería crearle problemas con las leyes divinas.

    Por lo demás, es cierto, buena parte de nuestra población sigue aún dentro de las redes de esa inhumana política pontificia en contra de la prevención de los embarazos.

    Los informes de la Secretaría de Salud en este sentido han sido reveladores. Sitios de nuestro país aún con un crecimiento demográfico de 7% anual en donde las campañas de planificación familiar son demolidas por la influencia y la actitud implacable de algún sacerdote local en contra de los anticonceptivos. Sermones dominicales en que se recrean con lujo de detalles las altas lenguas de fuego y el chirriar de dientes del infierno de los cogelones que usan anticonceptivos. No faltan quienes, con un poco de imaginación, se lo crean. Mujeres con nueve hijos, muy enfermas, que debían tener el décimo, aunque les costara la vida (a ella y al hijo, supongo), porque su esposo tenía terminantemente prohibido por el curita del lugar usar un condón.

    Creemos que ya es hora de que la mujer se libere de esa Iglesia más preocupada por la vida aún no existente que por la vida ya existente, que ayer mandaba a los herejes a la hoguera y hoy excomulga a la madre de una niña violada de nueve años por provocarle un aborto, la Iglesia que dio su aval a los nazis y hoy rechaza a los homosexuales. Porque la teología católica ha sido hecha por varones solteros, para varones solteros que fundamentan esa teología en el repudio a la mujer y al placer sexual.

    Baste recordar a San Agustín —el más grande padre de la Iglesia, y cuya influencia en cuestiones referentes a la pareja y al matrimonio ha sido reconocida por el propio Benedicto XVI— cuando afirma: “Estoy convencido de que nada altera más los altos anhelos espirituales de un hombre que los halagos femeninos” (Soliloquios, 1, 10).

    O aún con mayor claridad, insiste San Agustín: “El marido ama a la mujer porque es su esposa, pero la odia porque es mujer” (Sobre el sermón de la montaña, 1, 41).

    Uno lee y relee la frase de San Agustín una y otra vez, se talla los ojos, sale a dar una vuelta a la manzana, regresa, vuelve a leerla y sí, dice el más grande padre de la Iglesia católica que a la mujer hay que amarla porque es nuestra esposa, pero odiarla porque es mujer. ¿Y si no es nuestra esposa… queda entonces sólo el odio?

    O ésta, de otra frase de Santo Tomás, que debería provocarnos risa si no fuera porque la Iglesia católica actual lo sigue creyendo y basando su doctrina en esa teología: “El marido tiene la parte más noble en el acto marital, y por eso es natural que él tenga que sonrojarse menos que su esposa cuando le exige el débito conyugal” (S. Th. Suppl., q. 64 a).

    ¿Se sonrojarán los obispos cuando leen una frase como la anterior? O como cuando dice también Santo Tomás que la mujer “debe estar sometida al marido como su amo y señor (gubernator), pues el varón tiene una inteligencia más perfecta y una virtud más robusta” (Summa contra gent, 111, 123).

    Sí, ya es hora de que la mujer católica derrumbe ese imperio de una casta de (dizque) célibes que pretende dominar su cuerpo y su alma. Ya es hora de que la mujer católica reclame el derecho a decidir sobre su cuerpo y su actitud ante el amor y acto sexual, de que lo rescate de la esfera mirona de una policía clerical (morbosa) y de que no consienta por más tiempo tener que dar cuentas a clérigos incompetentes en asuntos que no son de su incumbencia y que muy poca relación guardan con la esencia del cristianismo.

    Se entiende por qué, como en El gran inquisidor de Dostoyevski, si hoy regresara Jesús a la tierra, la primera en promover su crucifixión sería su propia Iglesia.

    Escritor



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