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Ricardo Raphael

Sirvienta

Maestro en Ciencias Políticas por el Instituto de Estudios Políticos de París, Francia. Maestría en Administración Pública por la Escuela ...

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    02 de marzo de 2009

    A Marcelina Bautista

    …mucama, chacha, gata y otros nombres tanto o más denigrantes reciben en México las empleadas del hogar. Son alrededor de 2 millones de personas y, sin embargo, sobreviven en la casi total invisibilidad.

    Narra Octavio Paz, en Máscaras mexicanas, un episodio personal a propósito de la relación que en nuestro país sostenemos con este sector de la población. Trabajando solo en casa, el poeta escuchó ruido fuera de su despacho. Inquieto preguntó quién andaba por ahí. La respuesta fue aún menos tranquilizadora: “Nadie, señor”.

    Y en efecto, el empleo doméstico lo realiza en nuestro país una persona que es asumida, y se asume a sí misma, como nadie. No merece respeto. No es valorada en forma alguna. En la empleada doméstica recaen casi todos los modos discriminatorios de que los mexicanos somos capaces:

    Nueve de cada 10 personas que desempeñan esta actividad son mujeres. Nueve de cada 10 son indígenas. Igual número no cuenta con protección en materia de salud. Ocho de cada 10 no tienen aguinaldo ni vacaciones pagadas, y tampoco cuentan con una pensión para cuando se jubilen. Ocho de cada 10 son emigrantes a las grandes urbes procedentes de los estados de Guerrero, Veracruz, Hidalgo, Puebla o Oaxaca.

    Aunque sus edades varían entre los ocho y los 70 años, la gran mayoría oscilan entre los 12 y los 17 de edad. Su ingreso difícilmente alcanza, en promedio, una cifra superior a los ocho pesos por hora. Una de cada cuatro son madres de familia y los hijos de casi ninguna tienen acceso a guarderías. Con suerte obtienen un día a la semana de descanso y lo más común es que ese día —generalmente el domingo— deban regresar para darle de cenar al patrón.

    Su reposo y tiempos de descanso suelen depender de las necesidades personales de todos sus patrones —niños, adultos, parientes y amigos de la casa para la cual trabajan—. El desayuno lo sirven al alba y el último bocadillo suele ser exigido casi antes de la media noche. Aunque las cifras al respecto sean oscuras, se reporta que alrededor de seis de cada 10 sufren violencia física, verbal, sicológica o sexual.

    ¿Cómo ocurre que alguien tan indispensable para la familia sea, al mismo tiempo, colocada en ese escalón tan de sótano de la sociedad mexicana?

    Cuando, jovencísimas, llegan a trabajar, se les ofrece un conmovedor discurso: “Serás parte de la familia, como una hija más”. Con el paso de los días la empleada del hogar descubre que la bodega acondicionada como dormitorio para ella dista mucho de parecerse al resto de las habitaciones. Lo mismo que los alimentos que se le ofrecen y que el lugar donde se le permite ingerirlos.

    Más tarde, ella toma conciencia de que es objeto de bromas y comentarios denigrantes. Gracias a ella, la familia que la emplea despliega todo un repertorio pedagógico que, por una parte, justifica los modos más lacerantes de la discriminación y, por el otro, confirma la supuesta superioridad “moral” de ciertas clases económicamente pudientes. Debido a esta pedagogía, son muchos los niños mexicanos que, desde temprana edad, normalizan, reproducen y perpetúan actitudes vejatorias.

    El empleo doméstico de hoy tiene su cercano origen en la esclavitud. Por momentos no es siquiera posible distinguir entre uno y otro fenómeno. Trátese de empleadas de planta o de quienes realizan este oficio de entrada por salida, la denigración padecida por ellas habría de ser calificada como insostenible en pleno siglo XXI.

    Ocurre porque sus patrones las consideran como mal agradecidas si no saben apreciar las grandes bondades que, en su religiosa buena conciencia, les ofrecen. Y también porque ellas, las empleadas del hogar, no tienen ni la más pálida idea de lo que por derecho y ciudadanía debería corresponderles.

    Analista político



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