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Editorial EL UNIVERSAL

Ejército: padre auxiliador

Inspiración en el interés público, responsabilidad, búsqueda de la verdad, de permanente justicia y del cumplimiento de los derechos humano ...





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    02 de febrero de 2009

    El Ejército patrulla en este momento las calles de Villanueva, municipio de Zacatecas, porque así lo exigieron los habitantes, hartos de los secuestros. Qué tanto ha cambiado este país en los últimos 30 años que ya las manifestaciones no son para solicitar la vuelta de los soldados a los cuarteles, sino para mantenerlos cerca de las casas. La inseguridad ha alterado percepciones y estilos de vida; ha orillado a muchos a abandonar sus residencias y otros a hacer justicia por propia mano. Corremos el riesgo de convertir en comunes medidas que sólo deberían ser de emergencia.

    Hay dos razones para no desear que las necesarias Fuerzas Armadas realicen labores de seguridad pública. Una, por la historia en México. Cabe recordar, por ejemplo, que al amparo de las operaciones para perseguir a la guerrilla iniciada por Genaro Vázquez y continuada por Lucio Cabañas en Guerrero, las fuerzas militares, como política de Estado, recurrieron a todo tipo de atropellos a los derechos humanos con el fin de eliminar la insurgencia y amedrentar a posibles seguidores. De acuerdo con las conclusiones de la Fisicalía Especial sobre Movimientos Sociales y Políticos del Pasado hubo asesinatos a mansalva, bombardeo de comunidades, desaparición de cientos de campesinos y coerción a pueblos enteros para conseguir su colaboración.

    La segunda razón para ser reticentes a la presencia militar es por la naturaleza misma de las Fuerzas Armadas. Aunque en México el Ejército y la Marina son de las instituciones más reconocidas por la población de acuerdo con las encuestas —sobre todo debido a la ayuda que prestan en tiempos de desastres naturales— su actividad en labores de seguridad pública incrementa el riesgo de violaciones a los derechos humanos. Ya lo hemos visto en los últimos dos años en retenes de carretera y operativos conjuntos. No por nada el gobierno federal ha aclarado ante Naciones Unidas —en informe sobre derechos humanos que será analizado públicamente en el seno de la organización en febrero— que planea el retiro paulatino del Ejército en tareas de seguridad.

    El problema es que las condiciones de cumplimiento de dicha retirada implican reformas legislativas —aún truncas— en materia de seguridad pública y justicia penal, así como el “fortalecimiento” de las policías del país, situación que está lejos de concretarse si recordamos que cerca de la mitad de los uniformados carecen de los criterios mínimos de confianza según el propio gobierno.

    Para desarrollar una ofensiva contra el narcotráfico era imprescindible que el Ejército tomara parte primordial de las acciones. La corrupción y la ineficiencia de las corporaciones policiacas hacía imposible confiar en otra institución; sin embargo, ya han pasado dos años y esas condiciones se mantienen. La mayoría de los policías —que son municipales y estatales— están subordinados a gobernadores que por la penetración del crimen organizado en sus estados parecen omisos, incapaces y/o cómplices de los delincuentes. Algunos incluso niegan el dominio de un cártel en su territorio con el argumento de que las ejecuciones son menores, siendo que ese es signo, justamente, de nula resistencia estatal por parte de las autoridades y bandas rivales.

    Por ahora no hay condiciones para confiar en las reformas legales e institucionales prometidas en el pacto por la seguridad, pues no hay plazos ni obligación de dar seguimiento a las acciones realizadas. Mientras tanto, seguimos enfrentando a los criminales con medidas de emergencia. Así lo ha ordenado el gobierno federal y así lo exigen, por lo visto, las poblaciones más desesperadas.



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