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Mauricio Merino

Mañana empieza el año horrible

Mauricio Merino es doctor en Ciencia Política por la Universidad Complutense de Madrid. Ha escrito y coordinado varios libros y ensayos sobre ...

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    31 de diciembre de 2008

    Quise escribir un artículo del 31 de diciembre con muy buenos deseos. Pero no pude: no logré encontrar razones para suponer que 2009 no será peor que el año que termina.

    Ya conocemos los pronósticos: se perderán empleos, el dinero valdrá menos, la guerra contra el narcotráfico será más cruenta, habrá elecciones plagadas de problemas, el gobierno seguirá atrapado en sus paredes, la 60 Legislatura seguirá vigente (hasta septiembre) y las televisoras seguirán decidiendo el ánimo de la nación. Todo esto es casi un hecho. ¿Cómo puede imaginarse algo bueno con un escenario como ése?

    La verdad es que 2009 se presenta, en casi todos los sentidos, como una amenaza para la vida del país. Como si fuera un sino, nos acercamos a la conmemoración de los famosos centenarios en circunstancias que cortan la respiración.

    Y lo peor es que el mundo que nos rodea tampoco ofrece grandes esperanzas: Estados Unidos estará más ocupado en su propia recuperación que en evitar el deterioro de su vecino mexicano, excepto en los puntos que pongan en riesgo su seguridad; y en América Latina, la multiplicación de los gobiernos que han ido llegando desde las izquierdas anuncia políticas cada vez más integradas para sortear los efectos sociales de las crisis, pero sin espacio franco para los mexicanos. No tenemos a quién pedirle ayuda: ¿China, India, Europa? Como pocas veces en la historia, nos quedamos solos ante los desafíos que vienen.

    Quedarnos solos significa estar solamente entre nosotros. ¿Y cómo vamos a resolver los problemas que enfrentamos si la mayor parte se ha originado en nuestra desconfianza, en nuestro egoísmo, en nuestros abusos? Los mexicanos hemos destruido las distintas configuraciones del espacio público en las que convivimos, porque no sabemos estar juntos, ayudarnos, compartir y respetar. Sigue teniendo razón Octavio Paz: somos unos hijos de la chingada, porque estamos solos y porque nuestra progenie nos enseñó a defendernos solos. Pero no con otros iguales a nosotros, sino estrictamente solos: cada quien consigo mismo, aunque haya muchos.

    Hace poco, tras una agria discusión sobre los despropósitos que ha cometido la 60 Legislatura federal, una diputada me espetó una tesis de sociología política que me congeló: “No se engañe —me dijo—, nuestra clase política no es más que una muestra representativa de la sociedad. Eso es lo que la democracia garantiza”.

    De nada sirvió mi argumento aristotélico, según el cual la clase política está obligada a ser mejor, precisamente porque nos gobierna a todos. Para ella (y para la mayor parte de sus compañeros, a juzgar por los hechos cotidianos) el dilema entre el huevo y la gallina se resuelve siempre por el lado de los electores: si quieren políticos mejores, que elijan bien. En todo caso, la clase política seguirá siendo un espejo fiel de la sociedad en la que actúa, con todo y sus errores, sus divorcios y sus desviaciones. Con todo y su inevitable soledad.

    Por eso, el único deseo sincero que tengo para 2009 es poco menos que imposible: que salgamos de nuestras soledades tristes, egoístas y vulnerables, para recuperar la capacidad de convivir con otros, sin agredirnos, sin robarnos, sin matarnos. Y eso vale tanto para los funcionarios encerrados en Los Pinos como para los legisladores y sus grupúsculos parlamentarios; vale para las oligarquías de los partidos y los medios y para los amigos legítimos de Andrés Manuel; vale para cada una de las familias, los amigos, las iglesias y las universidades. Nadie puede solo. México tampoco.

    Profesor investigador del CIDE



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