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Ricardo Raphael

Credibilidad comprometida

Maestro en Ciencias Políticas por el Instituto de Estudios Políticos de París, Francia. Maestría en Administración Pública por la Escuela ...

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    24 de noviembre de 2008

    Todos los días, decenas de jóvenes mexicanos son reclutados por las distintas bandas criminales. Encuentran en el negocio del narcotráfico oportunidades que ninguna otra empresa puede ofrecerles.

    “La clave está en no equivocarse de bando”, me dice Pedro Antonio, un taxista de la ciudad de Torreón que entrevistara el pasado mes de agosto. A sus 21 años está casado y tiene un hijo. Afirma que su ingreso mensual no le alcanza. “Gano 6 mil pesos y me mato menos que si trabajara en una maquiladora”.

    Su mujer le reclama porque los primos de ella, que “ya le entraron,” ganan 10 veces más. Alguno compró casa, otros juntaron lo suficiente para montar un negocio del otro lado de la frontera.

    ¿Qué detiene a Pedro Antonio ante las razones para “entrarle”? Le pregunto si no le tiene miedo al gobierno. El joven taxista me dedica una benévola sonrisa, sólo tan amplia como el tamaño de mi ingenuidad: “La clave está en no equivocarse de bando. Si sabes quién es el dueño de la policía, quién tiene conectes y palancas, ya la hiciste”.

    ¿Le crees al presidente Felipe Calderón? Pedro Antonio cambia de actitud y me mira como si fuese yo un extraterrestre: “Todos están metidos en el negocio”. Eso le repite frecuentemente su mujer y él también lo cree.

    De nada sirve para contradecirlo la abusiva publicidad que nos receta a toda hora la Presidencia de la República. Ni la confiscación de droga, ni la detención de cientos de narcotraficantes han convencido a este joven sobre la sinceridad del gobierno en su batalla contra el crimen organizado.

    El compromiso de las autoridades no es creíble. Para una mayoría, las autoridades del Estado mexicano se han convertido en un instrumento más con el que cuentan las bandas de narcotraficantes a la hora de controlar y extender sus territorios.

    “El Chapo se pasea por aquí sin que nadie lo moleste”, me aseguró Pedro Antonio. Su información podría ser falsa, pero cómo refutarlo. A tres meses de aquella conversación se agotan los argumentos. El control que los cárteles sostienen sobre los altos mandos del Estado pareciera no tener límites.

    Mientras recorría con él los linderos del río Nazas, justo frente a las colonias donde los narcos suelen refugiarse, Noé Ramírez Mandujano, segundo en el mando de la Procuraduría General de la República en la lucha contra el narcotráfico, recibía dinero del cártel del Pacífico.

    Al tiempo en que este taxista me dedicó la más benévola de sus sonrisas, Ricardo Gutiérrez Vargas, responsable de los asuntos policiales de la Agencia Federal de Investigaciones (AFI), y cabeza de la Interpol en México, también era cómplice de las bandas criminales. Igual que Javier Herrera Valles, hasta muy recientemente cabeza de la Policía Federal Preventiva.

    ¿Todos están metidos en el negocio? Quizá no. Aún debe haber sinceridad en alguna parte, pero se hace cada vez más difícil distinguir entre los buenos y los malos funcionarios.

    ¿Cómo meter las manos al fuego por el procurador Eduardo Medina Mora si su segundo de a bordo era un empleado del cártel de Sinaloa? ¿Cómo hacerlo por el secretario de Seguridad Pública, Genaro García Luna, si los principales mandos de la Policía Federal Preventiva también han participado de la corrupción?

    ¿Cómo tomar la afirmación de Herrera Valles, ex coordinador de la Policía Federal, quien asegura que García Luna recibió fastuosos regalos de El Chapo?

    Si Felipe Calderón va a continuar con esta guerra, necesita mucho más que discursos y campañas publicitarias para otorgarle credibilidad a su política de seguridad. La percepción que tienen los jóvenes como Pedro Antonio representa hoy la más grande de las derrotas del Presidente.

    Analista político



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