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Ricardo Raphael

Más y no menos radicalismo

Maestro en Ciencias Políticas por el Instituto de Estudios Políticos de París, Francia. Maestría en Administración Pública por la Escuela ...

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    12 de mayo de 2008

    Hay momentos de la his-toria en que el cambio es el único curso posible de acción para asegurar la continuidad. Ocurre cuando la transformación se convierte en un forzoso requisito para poder sobrevivir.

    De una forma u otra, las voces que se escuchan hoy en el espacio público mexicano hablan de la necesidad de cambiar. La divergencia, sin embargo, entre unos y otros, es con respecto al grado de radicalismo que debería invertirse.

    Es a propósito de esta interrogante que surgen las grandes diferencias: ¿cuán radical se debería ser para lograr la transformación? Es en la respuesta a esta pregunta que nos encontramos muy confrontados los mexicanos.

    Tengo para mí que a México le falta más y no menos radicalismo. Radicalismo en el sentido epistemológico del término; entendido como sinónimo de la actitud que lleva a transformar las cosas desde su raíz. Radical en cuanto a que se acude voluntariosamente a la cepa, al origen, al núcleo de los problemas para comprenderlos y para resolverlos.

    La transición mexicana comenzó como una respuesta a dos cuestiones que un día se volvieron insoportables para nuestra sociedad: el autoritarismo y la exclusión. Estas fueron, desde el principio, las dos raíces del proceso mexicano de democratización.

    Y sin embargo, con el paso del tiempo los mexicanos no hemos sido lo suficientemente radicales como para quebrar las estructuras que perpetúan ambos lastres.

    Tanto los conservadores priístas, como los centristas del PAN, no han querido tocar los poderosísimos intereses que, en el país, por igual prolongan la arbitrariedad y la marginación.

    Ser un verdadero radical hoy en día pasaría por fracturar las complicidades existentes entre el Estado, la oligarquía política y las élites económicas. Esas complicidades que reproducen la desigualdad persistente y la exclusión de la gran mayoría de los mexicanos.

    También a algunos perredistas les ha faltado radicalismo. El suficiente al menos, como para abandonar las formas de hacer política que ocurren fuera de la ley.

    No han sido lo suficientemente radicales como para sustituir el autoritarismo arbitrario por la democracia y la legalidad. Tampoco lo han sido como para dejar atrás al caudillismo, el clientelismo y la corrupción; fórmulas todas que impiden la igualdad de los ciudadanos ante el poder y también ante las normas.

    Cada vez que sus líderes abandonan la negociación renuncian al radicalismo que se necesita para ser un demócrata. Igual ocurre cuando prefieren destruir que construir a la República.

    Antes de que en el país comenzara a transformarse la realidad política, el principal de todos los problemas era la arbitrariedad con la que se imponía y ejercía el poder.

    Las instituciones fueron por demasiado tiempo el producto de la negociación entre los poderosos, y no el resultado de una construcción democrática para beneficio similar de los ciudadanos.

    Por ello es que la política y el ejercicio legalidad surgieron en México como dos prácticas antagónicas. O se hacía una cosa o se hacía la otra. La política era para los habitantes de las altas esferas y la legalidad para el resto de los mortales.

    El antagonismo entre política y legalidad fue, por largo tiempo, origen y justificación del autoritarismo y mexicano. El cambio comenzó a ocurrir precisamente cuando se quiso que la política dejara de suceder fuera del terreno de la ley.

    Es decir, cuando la ley se convirtió en el límite y el alcance del ejercicio político. Cuando la política dejó de sustituir a la ley para convertirse en una práctica que sucede en la legalidad.

    Cuando no es a través de la política sino de la ley que se obtienen las libertades. Cuando no es a través de la política sino de la ley que se ganan las elecciones. Cuando no es a través de la política sino de la ley que se respetan los votos. Cuando no es a través de la política sino de la ley que se asignan y distribuyen los bienes públicos.

    En democracia la disyuntiva entre la política y la legalidad es un falso dilema. O ambas coexisten, o no hay democracia.

    Tengo para mí que es esta aspiración la más radical de todas las ambiciones democráticas. Lo es porque cuando legalidad y política se armonizan como prácticas simultáneas, el autoritarismo y la exclusión se diluyen radicalmente.

    En México, nuestra izquierda ha tardado mucho en hacer suya esta máxima. Como en los años 70 de la guerrilla urbana, algunos líderes políticos de izquierda todavía creen que para ser radicalmente democráticos es necesario hacer estallar al Estado.

    Algunos políticos de la izquierda contemporánea están convencidos de que la única manera de lograr una transformación radical en nuestro país es dejar que las pasiones sociales se desborden y rueden hasta las últimas consecuencias.

    Cabe sin embargo contrastar estas posiciones con las expresadas por otros líderes, también de la izquierda mexicana. Aquellos que, por cierto, en su día sí condujeron su existencia por los límites del extremismo y que, a fuerza de haber experimentado las crudezas de la violencia, dejaron de ser guerrilleros para convertirse en demócratas radicales.

    Son ellos quienes cargan consigo el aprendizaje necesario para vivir los nuevos tiempos. Quienes recientemente, en voz de Jesús Ortega, advirtieron que cualquier arreglo político para sacar al PRD de la crisis en la que se encuentra debería construirse a partir de la legalidad estatutaria del propio partido.

    Los verdaderos radicales en el Partido de la Revolución Democrática militan en la Nueva Izquierda. Son ellos los que sí se han acercado al origen y raíz del autoritarismo mexicano, y por tanto no están dispuestos a transigir con quienes hacen pasar la política por encima de las instituciones.

    En estos días, para ser un radical de la izquierda democrática debe estarse dispuesto a respetar las reglas constitucionales que configuran la democracia. Y ese radicalismo desafortunadamente hoy no pareciera siquiera rozar a la corriente encabezada por Andrés Manuel López Obrador.

    Si la izquierda tiene futuro en México, éste se deberá al radicalismo de sus demócratas y no al extremismo de quienes, en lugar de resolver los problemas de raíz, optan por arrancar las raíces de la República.

    Analista político



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