aviso-oportuno.com.mx

Suscríbase por internet o llame al 5237-0800




Ricardo Raphael

¿Ahora parlamento legítimo?

Maestro en Ciencias Políticas por el Instituto de Estudios Políticos de París, Francia. Maestría en Administración Pública por la Escuela ...

Más de Ricardo Raphael



ARTÍCULOS ANTERIORES


    Ver más artículos

    14 de abril de 2008

    Desde que el ser humano se hizo de la técnica para edificar construcciones perdurables en el tiempo fueron cimentados cientos y luego miles de templos religiosos. Algunos más fastuosos que otros, pero casi todos ellos marcados por la ambición de trascender tanto a sus hacedores como a la época en que fueron erigidos.

    Ahí están las pirámides de Egipto y Teotihuacán, el templo de Angkor en Camboya o el de la Cruz Florida en Palenque, Notre Dame de París, la catedral de Colonia y tantas otras iglesias que los clérigos y misioneros dejaron como patrimonio en las tierras americanas.

    Al pasar del tiempo, la decadencia de las teocracias no cambiaría la necesidad humana por expresar arquitectónicamente las nuevas convicciones cívicas. Con la llegada de los gobiernos civiles —y en particular de los parlamentos que sirvieron para sustituir a la legitimidad divina por la que proviene de la soberanía popular— la construcción no religiosa adquirió también deseos de majestuosidad estética y trascendencia temporal.

    Cuando se miran edificios tales como el Palacio de Westminister, la Asamblea Nacional Francesa o el Capitolio, tiene uno la sensación de que esas construcciones se hicieron para durar indefinidamente. Su gravedad y solidez transmiten un poderoso mensaje: la democracia que ahí se protege está llamada a ser tan perdurable como estas edificaciones.

    Ellas fueron fortificadas para que nadie pudiera arrebatarle al Parlamento sus potestades. Sobre todo, la más importante de todas: la facultad de hacer y decidir las leyes. Tanto las escalinatas empinadas como los muros altos fueron puestos para asegurar, como lo hubiera deseado y prescrito John Locke, que nadie pudiera transferir el Poder Legislativo a una instancia distinta del Parlamento.

    ¿Qué diría aquél padre de la democracia moderna si pudiera observar las mantas que la semana pasada cubrieron la tribuna parlamentaria mexicana? ¿Cómo interpretaría las cosas si sobre la tribuna donde se expresan los representantes se topara con: “Clausurado,” o con el recado “Domingo 11 am en el Zócalo”?

    Resulta que hay algunos (y son pocos) cuya opinión es que el Palacio de San Lázaro ha dejado de ser un buen lugar para deliberar y decidir sobre las leyes. Por eso han puesto, como si se tratara de una tlapalería o un antro nocturno de moda, sellos de clausura y anuncios sobre la nueva locación del negocio.

    En revancha, la plancha central que en la ciudad de México se extiende frente a la Catedral y el Palacio Nacional les parece ahora más democrática que el recinto legislativo.

    Si estos personajes se quejan de la ausencia de condiciones aceptables para ser escuchados en los micrófonos parlamentarios, les propongo que vayan al zócalo capitalino, tal como dice la invitación, un domingo cualquiera —el de ayer o el de la semana próxima— e intenten argumentar en ese lugar sobre una posición contraria a la que sostienen los seguidores de López Obrador.

    Desde ahora es posible asegurarles que de ahí saldrán linchados. Quienes desde hace tiempo se han apoderado de esa plaza ya sólo saben hacer mofa de sus adversarios, disfrutan al presumir las espirales de su xenofobia y gustan mucho de agitar sus respectivos odios.

    Esa plaza ya sólo es suya. El gobierno de la ciudad de México se las entregó. Marcelo Ebrad Casaubón sacó a los vendedores ambulantes para sustituirlos por estos nuevos vociferantes.

    No hay nada, por lo pronto, que hacer al respecto. Con todo, queda por convenir que de todos los lugares y rincones del país, el zócalo capitalino es el lugar menos idóneo para discutir o deliberar razonable e inteligentemente sobre los asuntos que nos importan a todos los mexicanos.

    Pretender la sustitución del Parlamento por la plaza pública suena a ruido del medioevo. Esa que se ha convertido en la plaza del monólogo lopezobradorista no puede ser presentada por nadie como el lugar emblemático para la moderna democracia mexicana.

    No nos engañemos: todo intento por dar un cerrojazo parlamentario es una renuncia a la política democrática. Revindicar la política pasa hoy por devolver al Congreso de la Unión la estatura y dignidad vulneradas la semana pasada.

    Así como Andrés Manuel López Obrador cometió un acto contrario a las instituciones cuando desconoció la calificación que hiciera el Tribunal Electoral del Poder Judicial de la Federación en agosto de 2006, igual o peor es lo que ahora está haciendo al insinuar que el nuevo parlamento “legítimo” va a residir en el zócalo capitalino.

    Si mal no recuerdo, tanto el PRD como López Obrador se abstuvieron de impugnar los pasados comicios legislativos. De hecho, los candidatos triunfadores de la coalición Por el Bien de Todos —senadores y diputados— tomaron posesión de sus cargo, oficinas y prestaciones en cuanto les fueron entregados.

    Con ello reconocieron que habían sido los votos de los mexicanos los que, en 2006, configuraron legal y legítimamente la representación política del país.

    Desde estos hechos, ¿con qué caradura vienen ahora esos mismos señores a clausurar el Parlamento? ¿Cuánta es la soberbia y el autoritarismo que se necesita en todos ellos para atreverse a anular así la deliberación legislativa?

    La misma, por lo visto, que aparentemente se necesita para advertir que sólo detendrán su intolerancia si las decisiones sobre la reforma energética se trasladan hacia el largo plazo. (Ese plazo en el que bien nos advirtió Keynes, ya no andaremos ninguno por aquí).

    López Obrador ha maniobrado para fracturar el diálogo dentro de su propio movimiento político. Esta misma semana Jesús Ortega calificó como intolerante al ex candidato presidencial.

    Al día siguiente, para no desmentir la acusación, las huestes lopezobradoristas secuestraron la tribuna parlamentaria. Y lo hicieron para descalificar como interlocutores de la oposición a sus líderes en el Congreso.

    En su paranoia creyeron que Carlos Navarrete y Javier González ya habían vendido el movimiento. La desconfianza contra sus propios dirigentes llevó a estos radicales a convertirse en filibusteros.

    Lo que resulta materialmente inadmisible es que, por la feria de desconfianzas que se traen dentro del PRD, la democracia mexicana se haya visto obligada a vivir un trago así de amargo.

    Analista político



    ARTÍCULO ANTERIOR
    Editorial EL UNIVERSAL Un Hoy No Circula más justo


    PUBLICIDAD.