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Ricardo Raphael

¡Síganme los buenos!

Maestro en Ciencias Políticas por el Instituto de Estudios Políticos de París, Francia. Maestría en Administración Pública por la Escuela ...

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    31 de marzo de 2008

    La izquierda mexicana está en crisis. (La falta de originalidad en la primera frase de este artículo lo prueba). Somos muchos los que en éstas y otras páginas hemos escrito sobre el tema: lo que está ocurriendo en la vida interna del PRD y también en Alternativa Socialdemócrata es síntoma de una grave enfermedad y no de un mero resfriado.

    No comparto la idea de que tales síntomas sean el producto artificial de un intento malvado de los conservadores y los derechosos por ponerle sordina a los reclamos y reivindicaciones de la izquierda. Hay causas y al mismo tiempo crisis. Ambos hechos no son excluyentes.

    Y tal crisis tiene un origen: al haber abandonado voluntariamente la práctica de la deliberación, la izquierda mexicana quedó condenada a imponer y también a padecer la política del empellón.

    Los líderes de esta corriente política, y en particular Andrés Manuel López Obrador, han contribuido muchísimo para que se produzca esta circunstancia.

    Hace tiempo que este ex candidato presidencial se asignó a sí mismo el papel de profeta. Con su dedo flamígero suele señalar como perversos vendepatrias a aquellos mexicanos que no comparten su visión de las cosas. Al mismo tiempo juega a homenajear como héroes y redentores éticos de la nación a quienes comulgan con sus convicciones.

    Ojalá y los problemas del país fueran tan simples como para resolverlos de esta manera tan clásicamente lopezobradorista. Si para zanjar nuestros mayores dilemas pudiéramos actuar —como en las series animadas infantiles— ordenando la realidad entre buenos y malos, con seguridad viviríamos ya en el paraíso.

    Todos los días en México se suman necesidades y problemas, pero el salmo maniqueo ha servido de muy poco a la hora de enfrentarles. En revancha, esta arenga ha ofrecido a sus usuarios una propiedad muy particular: es útil para anular la conversación con los propios y también con los extraños.

    Cuando lo único importante es saber si se está del lado de los vendepatrias o del de los nacionalistas, (de los lopezobradoristas o los antilopezobradoristas), ya no queda más de qué hablar.

    Aparecen como banales o inútiles las preguntas: ¿qué hacer con el petróleo en aguas profundas? O, ¿de qué manera responder a la reducción de las reservas? O, ¿cómo adquirir tecnología a bajo costo? O, ¿qué hacer para transparentar y eficientar la administración de Pemex?

    Tan fútiles han de ser estas interrogantes que el principal defensor de la soberanía petrolera no se ha molestado siquiera en responderlas. Para convocar a sus seguidores, López Obrador no necesita de un diagnóstico sobre la situación que guarda el petróleo en México; mucho menos requiere de un catálogo mínimo de propuestas y soluciones.

    Lo suyo, como el personaje aquél de la televisión —el Chapulín Colorado— se limita a pedirle a los buenos que le sigan. Y para colmo, algunos han tomado la decisión de apoyar a este predicador sin exigirle precisión en sus planteamientos.

    Otro ejemplo de este silenciamiento sobre el diálogo —típicamente lopezobradoriano— ocurrió durante el proceso de sucesión para la dirigencia del PRD. Ahí el ex candidato presidencial señaló como modositos, cobardes y también como “presta-piernas” a quienes disputaron en contra suya la dirección perredista.

    Al igual que hace con sus adversarios de la derecha, a quienes siempre descalifica, señaló a Nueva Izquierda como una corriente política integrada por actuales o potenciales traidores.

    No estuvo dispuesto, como era tan necesario, a participar en un ejercicio de deliberación con sus correligionarios. No tuvo ánimo ni tiempo, para trabar una conversación con quienes, en su partido, se encuentran al frente del liderazgo parlamentario, a propósito de la política de relaciones del PRD con el resto de los partidos, así como con el gobierno.

    Hoy en el PRD, quien argumente por dialogar con las oposiciones —sobre todo con la derecha— es tachado de pérfido impostor. No es de los buenos, pues.

    Así como hace con el tema petrolero, al crear una burbuja de silencio para imponer su punto de vista, López Obrador hace con tantas otras cuestiones de relevancia. Convoca furioso a luchar contra los traidores y con ello logra eludir la discusión. Por la vía de los aspavientos y la inflación de las palabras, impone una veda deliberativa.

    Supieron en su día los inquisidores que los herejes y los apóstatas son los dos primeros personajes que desaparecen en las vedas deliberativas. En un ambiente de verdades absolutas, al hereje no se le permite cuestionar y al apóstata se le niega el derecho a cambiar de opinión. Se trata de una circunstancia imposible para la persuasión. No hay argumento que pueda (con)mover entre interlocutores.

    Un espacio público sin deliberación entre las muchas voces y verdades, como bien nos recordó ayer Rolando Cordera (La Jornada 30/03/08), arrebata la dignidad a la política y desfonda el único dique que es capaz de contrarrestar a la violencia y también a la ignorancia.

    Tengo para mí que la principal de todas las razones que han conducido a la crisis de la izquierda mexicana es su muy reducida capacidad para el desarrollo de argumentos conversables.

    En lugar de priorizar el uso de la voz, surge hoy el empellón, cuando no la eliminación del adversario. Ahí está el caso de Alternativa Socialdemócrata donde Alberto Begné, inspirado seguramente en López Obrador, eliminó a su interlocutora Patricia Mercado.

    ¿De qué le sirve a México una izquierda que no tolera la voz de sus propios desacuerdos?

    Una izquierda sin posibilidad para la apostasía —para lo que Albert O. Hirschman llamaba la auto-subversión— termina siendo una expresión más del conservadurismo. (Como corroboró Chespirito, los que dicen “¡síganme los buenos!” acostumbran votar por la derecha).

    Quizá sea hora de aceptar que la izquierda se ha llenado de conservadores, de silenciadores del debate, de individuos rápidos para la auto-complacencia pero inútiles para la auto-crítica.

    Sin auto-subversión no hay subversión, y sin esta última no hay deliberación, ni tampoco izquierda. Así lo demostró el totalitarismo soviético.

    Es fundamentalmente por estas incapacidades propias que la izquierda mexicana anda tan descalabrada.

    Analista político



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