aviso-oportuno.com.mx

Suscríbase por internet o llame al 5237-0800




Ricardo Raphael

Retóricas de la intransigencia

Maestro en Ciencias Políticas por el Instituto de Estudios Políticos de París, Francia. Maestría en Administración Pública por la Escuela ...

Más de Ricardo Raphael



ARTÍCULOS ANTERIORES


    Ver más artículos

    11 de febrero de 2008

    Retóricas de la intransigencia

    Hace ya mucho tiempo que los mexicanos presenciamos el diálogo de sordos que se trae nuestra clase política. Es éste quizá uno de los rasgos más tediosos de la democracia que nos hemos otorgado. Seguimos habitando un espacio público donde el ruido que rompe se hace cargo de demasiadas tareas, en comparación con la conversación que construye.

    De esta situación es posible responsabilizar a algunos cientos de sujetos concretos. Se trata de los hombres y las mujeres que aquí se dedican profesionalmente a la política. Los mismos, paradójicamente, a quienes los ciudadanos contratamos para que nos representen y nos gobiernen democrática y, por tanto, conversadamente.

    Estos personajes se defienden acusando a los medios de comunicación de ser los artífices del desorden deliberativo. Sin embargo —mirando con detenimiento— puede observarse que cuando se trata de no escuchar, o de producir justo esos argumentos que van a provocar sordera, no son los medios los que enredan el intercambio de ideas, sino los actores políticos más relevantes.

    Hoy día, para ser un político mexicano ha de adquirirse la habilidad para construir argumentos artificiosos que vuelvan materialmente imposible el acuerdo con los adversarios. Han de aprenderse a utilizar lo que Albert O. Hirschman llama las “retóricas de la intransigencia”. Esas herramientas de la incomunicación que —por su potencia para encender y también para encarnizar el debate— en lugar de acercar, alejan (y tensan) las relaciones entre individuos pertenecientes a orígenes o identidades políticas diferentes.

    No alcanzarían los párrafos siguientes para hacer aquí el listado de las retóricas intransigentes más utilizadas en nuestro espacio público. Sirvan, no obstante, algunas de ellas como ejemplo de estas malas artes que tanto daño le siguen haciendo a la construcción de acuerdos entre quienes compartimos la existencia en este mismo territorio.

    Mirando hacia los hábitos de los conservadores, Hirschman observa el abuso que se ha hecho de los argumentos del riesgo inminente y la situación desesperada. Como reacción a todo cambio, los más tradicionalistas suelen evitarse las molestias implicadas en una conversación con sus adversarios, asumiendo que toda propuesta de cambio terminará por destruir algún logro ya obtenido, o desestabilizará el orden (real o imaginario) que con tanto esfuerzo se ha logrado.

    Se trata del discurso a propósito del lobo que Pedro utiliza en su pueblo. Uno que en México hemos conocido muy bien porque ha sido utilizado exitosamente para descalificar a la izquierda mexicana. En particular han sido Cuauhtémoc Cárdenas —en las épocas del salinato— y después Andrés Manuel López Obrador, ahora durante el panismo, las víctimas de esta argumentación. Uno y otro han representado en el discurso reaccionario a las bestias negras que, de llegar al poder, terminarían por arruinar todos los supuestos logros, económicos y democráticos, que el país ha alcanzado durante la reciente transición.

    Un segundo argumento clasificado también por Hirschman como perteneciente a la retórica de la intransigencia es el de la razón o el del sentido histórico. Suelen usarlo quienes se asumen como dueños únicos de la historia nacional: ¿para qué escuchar a los demás si la historia está de nuestro lado? Y añaden: ¡quien se oponga a nuestros deseos, lo que en realidad estará haciendo es contravenir el sentido lógico e inalterable de la historia nacional! Se trata de una racionalización simplona del progreso que supone como lineales y apropiables los avances civilizatorios.

    Bajo esta superficial representación de las cosas, que en México acostumbra encabezar la izquierda más beligerante, no caben más que dos tipos de individuos: los que se envuelven en la bandera y se tiran al precipicio antes de que el enemigo se quede con ella, y los que —según las mezquinas conveniencias— dan la espalda a su patria cambiando el fusil de un hombro al otro.

    Los que en México acostumbran recurrir a este maniqueísmo igualan a sus adversarios con los españoles que llegaron a México en el siglo XVI, o con los conservadores que no supieron defender el norte del antiguo territorio de la Nueva España. También se opta por decir de ellos que son herederos orgullosos del porfiriato o, más recientemente, se les descalifica como priístas encapuchados.

    A estos dos argumentos de la intransigencia para dialogar resulta complementario incluir algunos otros que tomo de Raoul Girardet. Este historiador y antropólogo de la política encuentra cuatro artificios discursivos más: la conspiración, el salvador, la edad de oro y la unidad. Todos ellos sirven para despertar el imaginario de los gobernados con el objeto de robustecer la lealtad inopinada hacia el gobernante, y son muy útiles también para alimentar la ausencia de diálogo deliberativo.

    En México, la conspiración en contra de los intereses del pueblo es uno de los motivos más recurrentes para señalar a los adversarios como traidores. Añádase a esta especie mítica la del salvador. Un individuo que merece llegar a la cúspide del poder porque se trata del único espíritu noble que será capaz de rescatar a todos los infantes que habitamos en este país de las garras de los malvados conspiradores. Y también de los riesgos inminentes, así como del extravío de los designios de la historia.

    Luego viene, y con igual intensidad, el mito de la edad de oro. La remembranza de ese momento glorioso (por ejemplo, la estatización del petróleo) que debe ser inspiración para cualquiera que aspire al poder. Y finalmente —potente argumento dentro de los partidos políticos— se encuentra el mito retórico de la unidad: la convocatoria alevosa que detesta la pluralidad de opiniones y la diversidad de posiciones porque, según la lógica del caso, lo mejor que puede suceder es que los muchos se presenten ante el enemigo (real o imaginario) fundidos en una sola voz.

    Valórense cada uno de estos juegos retóricos —unos tomados de Hirschman y otros de Girardet— como enemigos de la construcción democrática. Pólvora, picos y grúas de demolición que atentan contra el diálogo entre los adversarios. Individuos todos que, viviendo en un mismo país, retrasan con sus necedades verbales los acuerdos indispensables.

    Es probable que sean estas retóricas de la intransigencia las que mejor demuestran el estado muy inmaduro en el que todavía se encuentra la política democrática de México.

    Analista político



    ARTÍCULO ANTERIOR
    Editorial EL UNIVERSAL Un Hoy No Circula más justo


    PUBLICIDAD.