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Ricardo Raphael

Cortés y la Malinche

Maestro en Ciencias Políticas por el Instituto de Estudios Políticos de París, Francia. Maestría en Administración Pública por la Escuela ...

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    04 de febrero de 2008

    Afanosito fue la palabra que Andrés Manuel López Obrador utilizó para calificar el ánimo con el que Juan Camilo Mouriño comenzó sus diligencias políticas como nuevo secretario de Gobernación.

    Según el María Moliner, es afanoso quien está ávido, deseoso o ganoso por algo o por alguien. El término sirve también para señalar a quien, con maña o habilidad, apaña y se apropia de algo que no le pertenece.

    ¿De qué andará tan preocupado el líder más aplaudido de la izquierda mexicana? ¿Porque se habrá visto en la necesidad de señalar a Mouriño como un individuo ganoso por apañarse bienes o afectos que no le corresponden? ¿Pensará que los horribles conservadores panistas – los mismos que una vez le quitaron la presidencia de la República – ahora están dedicados a destruir su liderazgo al frente del PRD?

    Pues la desesperación ha de ser mucha porque detrás de una mala broma lo que suele asomarse es nerviosismo. Ni duda cabe que fue una pésima expresión la suya: acusar a Ruth Zavaleta y a sus asociados políticos (los Chuchos), de dejarse agarrar la pierna por el afanosito, ha colocado un tache más en la contabilidad de los errores políticos cometidos por López Obrador.

    Estupidez por partida doble: a este ex candidato presidencial se le escapó el machista que lleva dentro y también exhibió lo inseguro que se siente frente a los acercamientos que varios dirigentes perredistas han tenido con el gobierno de la República.

    Lo que consiguió AMLO con sus declaraciones fue informarnos del temor que le despierta Mouriño, y también de la incertidumbre con la que se mueve frente a sus interlocutores de Nueva Izquierda. Poco le faltó para recordarnos, una vez más, los orígenes españoles del secretario de Gobernación, o para señalar a Ruth Zavaleta como la versión reencarnada de la Malinche.

    Nada de graciosa tiene la leyenda del afanosito y de la que presta pierna. Ahí no hay chiste sino mucho resentimiento. De nuevo Cortés y su traductora burlando al pueblo. El primero como abusador y la segunda como traidora. El español: ávido y ganoso; la mexicana: rapaz y desmemoriada.

    En esa unión algunos podrían encontrar la fundación misma de la nación mexicana. La mezcla poco honrosa que dio nacimiento a nuestra identidad. Pero para presentar así las cosas se necesita de una inmensa obsesión por refrendarse como el vástago del cabrón y de la puta. Del que apaña y de la apañada.

    Sólo quien es portador de altos índices de misoginia puede mirarse en tal espejo: reconocerse como el hijo de la chingada, como la pobre víctima de las lisonjas y los abusos cometidos por aquellos corruptos progenitores. Sólo quien no ha revisado sus peores fantasmas es capaz de perpetuar esa cargante especie que tanta inseguridad nos ha inculcado a los mexicanos.

    Quizá lo más sorprendente de las recientes expresiones denigratorias expresadas por López Obrador no se encuentre en el inconsciente de este personaje político, sino en las complicidades escandalosas y también en las silenciosas que se manifestaron como reacción a su misoginia.

    Baste mirar varios de los cartones que los moneros publicaron a propósito del episodio Zavaleta, y sumarlos a los que también ocuparan las páginas de los diarios durante las semanas previas, y que presentaban a Mouriño como un Cortés vuelto a nacer, para sentirse inadecuado dentro de la identidad mexicana.

    Fue extraordinaria la rudeza y el lujo de exhibición de las pulsiones más xenófobas con respecto al nombramiento de Mouriño. Pero tenue se quedó esta bajeza cuando, pocos días después, los mismos de antes se dispusieron a linchar, por instrucciones de López Obrador, a la diputada Ruth Zavaleta. Entonces demostraron que, además de xenófobos, algunos en este país también se enorgullecen de aparecer públicamente como machistas.

    Y acompañando a esta fiesta de inseguridad mal disfrazada de broma e ingenioso sentido del humor, también concurrió el silencio. Mutismo moralmente extraordinario de los liberales, reserva injustificada de las feministas, sigilo irresponsable del socialismo intelectual, sonido inexistente de quienes se dicen demócratas de izquierda.

    ¡Qué no hubiese sido un portavoz de la derecha quien se descarara como misógino o como xenófobo porque entonces sí que hubiéramos presenciado toda una metralla de rabiosas descalificaciones! Pero como los de la voz y los buenos modales fueron Andrés Manuel López Obrador y Gerardo Fernández Noroña, entonces pocos, desde el campo progresista, se atrevieron a levantar una sola queja.

    ¿A qué lugar se fueron de paseo los que combaten la discriminación?¿Dónde están los defensores de los derechos humanos? ¿En qué viaje estaban las feministas más connotadas de este país? ¿Dónde se extraviaron los santones de lo políticamente correcto? ¿A dónde fue a parar su enrojecida tinta o su ennoblecida saliva?

    Por su cobardía de estos días habrá de suponerse que para ellos es éticamente más grave amonestar a López Obrador que señalar el abuso de su lenguaje. Su juicio intelectual pareciera no poder recorrer los 360 grados que se necesitan para ejercer sinceramente la critica. O no son los valores ni los argumentos los que verdaderamente importan, sino sus respectivas posiciones ocupadas en la cartografía de los ejércitos políticos.

    Por desgracia y como advirtiera el clásico: el ser continúa determinando (y comprando) la conciencia.

    Mala racha la de estas últimas semanas. Por una parte el mito de Cortés y la Malinche, así como la leyenda de los hijos de la chingada, que irreflexivamente regresan para abollar la identidad de lo mexicano. Y por otra parte, la borregada cargada de mala leche, cinismo y mucho silencio cuando se trata de evaluar el comportamiento del ídolo de la cofradía.

    Tengo para mí que la principal debilidad de lo que hemos sido y también de lo que todavía somos los mexicanos, radica en nuestra incapacidad para mirar más de cerca nuestras inconsistencias. Preferimos quedarnos con las versiones simplonas y cada día más maniqueas pintadas en el gran mural, que emprender la revisión conciente y acuciosa de nuestras inseguridades y fantasmas.

    Por otro lado, seguimos siendo implacables para odiar y destazar a quien valoramos como enemigo, pero ganamos en complacencia y lambisconería cuando se trata de amonestar a quien consideramos como uno de los nuestros.

    Analista político



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