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Ricardo Raphael

Animales con lóbulo frontal

Maestro en Ciencias Políticas por el Instituto de Estudios Políticos de París, Francia. Maestría en Administración Pública por la Escuela ...

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    31 de diciembre de 2007

    En 1302 Dante Alighieri escribió el Infierno. En 1501 Miguel Ángel esculpió el David. Ese mismo año, Nicolás de Turón (Copérnico) elaboró la teoría que revolucionó la comprensión del universo. Entre 1600 y 1602, Shakespeare redactó la vindicativa tragedia de Hamlet. En 1604 Miguel de Cervantes Saavedra publicó la primera edición del Quijote. Beethoven compuso la Heroica en 1803, y en 1807 su quinta sinfonía. En 1900 Sigmund Freud publicó La interpretación de los sueños, y en 1905 Albert Einstein elaboró los primeros argumentos de su teoría de la relatividad.

    Llama la atención la coincidencia. ¿Por qué tanta creatividad humana durante los primeros años de cada siglo? Para responder a esta curiosa interrogante habrá quien prefiera las explicaciones metafísicas: ¿será obra explícita de Dios que los mejores seres humanos lleguen a la edad adulta en el mismo momento? ¿Habrían Miguel Ángel o Cervantes estado divinamente predestinados para producir sus obras en un tiempo específico?

    También pueden acudir para abordar esta encrucijada quienes disfrutan las hipótesis seudocientíficas. Éstos podrían advertir, por ejemplo, que igual como hacen las estaciones del año con tal o cual cultivo, los principios de centuria son más propicios para que la demografía de nuestra especie reproduzca a sus mejores ejemplares. Quizá el ingenio de lo humano sea más fértil en una época y menos en otra.

    Con los datos antes expuestos, y siendo serenamente estadísticos —si es que el ejercicio mesurado de la probabilística tiene alguna probabilidad—, podría asegurarse que los Beethoven, Einstein y Freud de la raza humana cuentan con condiciones más fértiles para mostrarse en una década como la nuestra que en cualquier otro momento del actual siglo.

    Bienvenidos estarían igualmente para responder este peculiar enigma los que asumen como aparente cualquier cadena de causalidades. Alguno de ellos quizá se atreva a conjeturar que, no habiendo finalidad de la historia, poco importa y es sobre todo ocioso averiguar la razón por la que Alighieri o Copérnico nacieron en una fecha y no en otra. Con todo, no habría razón para extraviar las explicaciones que los teóricos del caos o los profetas del posmodernismo pudieran aportar a la hora de iluminar (o de oscurecer) el tema.

    A esta lista de aproximaciones posibles al dilema de la sobrepoblación de ingeniosos en el umbral de cada siglo debe sumarse una más. Se trata de una explicación poco conectada con los grandes sucesos del universo y aún menos con la predestinación o la conjura de los astros. Ésta debería colocarse, en todo caso, en las pulsiones de la angustia o la desesperante ansiedad que nos provoca nuestra humana sicología, y se relaciona con lo que a los seres humanos nos produce el desconocido e indefinidamente extenso territorio del futuro.

    A diferencia de otros animales que cohabitan con nosotros en este planeta, la gran mayoría de los seres humanos tenemos una irrefrenable necesidad por descifrar el porvenir. No nos gusta que éste nos tome por sorpresa, que nos asalte con sus novedades, que nos imponga circunstancias frente a las cuales no estamos preparados.

    Como advierte Daniel Gilbert, el ser humano es el único animal que piensa a propósito del futuro. Por ello solemos imaginar, diseñar y luego ejecutar actos que se proyecten hacia adelante. Los homo sapiens planeamos. Tal cosa nos vuelve más humanos que poseer un pulgar oponible o que andar erectos por los prados.

    Y lo hacemos de una manera distinta a como ocurre en el caso de los osos —cuando la temporada de nieve se acerca— o como lo hacen las ardillas, cuando se ponen a almacenar nueces para sobrevivir el invierno. Nuestro ejercicio de prefabricación del futuro no es automático ni rutinario. Suele ser inteligente (opera en función y reacción a cada circunstancia) y por tanto está tripulado por nuestra conciencia.

    Esto se debe a que, a diferencia de los osos o las ardillas e incluso de nuestros parientes los primates, tenemos el lóbulo frontal más desarrollado. De hecho se trata de una parte del cerebro que ningún otro animal posee en la misma cantidad y volumen comparado con los humanos.

    Si poseemos un tercio más de cerebro que nuestros antepasados de hace 3 millones de años, se debe precisamente a este fragmento de interconexiones neuronales que descansa justo por encima de nuestro tabique nasal. Nuestro lóbulo frontal es una bendición pero también una fuente permanente de angustia. Por un lado nos permite prever el futuro de manera informada y racional para adecuar la voluntad de nuestros actos a lo que nos conviene. Gobernar, pues, nuestra conducta a partir de una medición aproximada de lo que podría ocurrirnos. De ahí que sea uno de nuestros mejores dispositivos para nuestra supervivencia.

    Sin embargo, también es en nuestro lóbulo frontal donde se suceden las principales razones para experimentar ansiedad. Cuando el futuro aparece como menos comprensible y por tanto incierto, es esta parte del cerebro la que echa a andar los motores de la angustia. Palpita entonces en nuestra conciencia algo parecido al miedo, la intranquilidad y la inquietud.

    No sobra decir que estas tres sensaciones suelen llevar al movimiento (sirva para demostrarlo la etimología de la palabra inquietud). Claro está que la angustia puede conducir a la zozobra, pero la mayor parte de las veces moviliza las cosas hacia el extremo opuesto: hacia la acción. De ahí hacia la creación, el invento y lo ingenioso, la distancia es muy corta.

    Podría incluso especularse y advertir que del tamaño que es la angustia resulta ser también lo producido. No sorprende por tanto que en los momentos de origen o principio, sean éstos metafóricos o reales, ocurran las mayores angustias y luego se produzcan las invenciones más notables e ingeniosas.

    Si los principios de siglo son fértiles para la inteligencia humana es porque al mismo tiempo son inciertos. Se trata de temporadas donde lo desconocido y lo incontrolable aparentan desbordarse sobre el territorio del futuro. Y tal cosa pone ansioso al lóbulo frontal, o por lo menos lo echa a andar.

    Quizá ocurra lo mismo a propósito de los primeros días de cada año en que la angustia suele ser un animal que muerde fuerte.

    Analista político



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