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Rosario Ibarra

La promesa

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    11 de diciembre de 2007

    Muy temprano en la mañana del día 8, sentada en mi modesta sala, rodeada por la semipenumbra del amanecer, pensaba en mi madre. Era el día de su santo y no pude viajar a Monterrey a dejar unas flores sobre su tumba, como en otros años lo he hecho, porque múltiples tareas me lo impidieron... Una enorme tristeza se aposentó en mi mente, me resigné a quedarme y fui repasando una a una las quejas de amargura infinita que había recibido durante la semana y que, como parte de mi trabajo, estaba obligada a atender.

    Una vez terminada la lectura de aquellas acerbas misivas, cuando los rayos tempraneros del sol dibujaban arabescos en la alfombra, alcé la vista para recorrer las fotografías que enriquecen las paredes de mi casa: mis padres, mis hijos y mis nietos, mis abuelos también, entre los que destaca mi abuela Adelaida, la única que conocí y a la que quise tanto...

    En esa colección maravillosa de los que quiero hay fotografías recientes y otras muchas de antaño, desvaídas, pero cargadas de recuerdos de afecto a compañeros y amigos entrañables. Se detuvo mi vista en una que —si mal no recuerdo— fue tomada en 1936, en la que me veo de nueve años, al lado de la maestra de declamación, junto a niñas y jóvenes con bellos atuendos, serias y solemnes, y se fue mi memoria a aquella mañana de primavera en Monterrey, cuando, en recuerdo de un recital, la maestra María Garza nos llevó a que se tomara esa fotografía. Y vaya si sirvió para guardarlo en la memoria... nunca he olvidado a ninguna, recuerdo todos sus nombres y apellidos con un sentimiento lleno de ternura.

    Entre todas se alzó el recuerdo de Irma Salinas Rocha, que debe haber tenido en esa fecha 15 años y a quien yo, desde mi minúscula humanidad, solía ver como una muñeca gigantesca. Aunque la foto es en blanco y negro, recuerdo su vestido de encaje color verde Nilo, su cabello rubio ensortijado y sus grandes ojos que se me antojaban canicas de vidrio. ¡Cómo reía muchos años después cuando le platicaba todo esto!

    La pasada mañana del día 8, pensé mucho en ella porque uno de sus nietos me dijo hace poco que estaba enferma y hoy que escribo estas líneas me enteré de que esa mañana en la que tanto la recordé murió... ¡Adiós, amiga! Adiós, admirada, respetada y querida amiga. Hoy he recordado mucho de lo que hablamos y compartimos. Recordé el día en que me dijiste que te sentiste emocionada por lo que escribí cuando murió el ingeniero Clouthier y me pediste que escribiera también cuando murieras. Te dije que sí, pero que si yo me iba primero, tu escribirías en mi memoria... “¡Sale!” —dijiste— y sellamos la promesa con un abrazo.

    Partiste antes que yo por ese sendero que no tiene retorno, pero dejaste huellas que no se borran. Dejas el recuerdo de tu belleza interior que superaba la que por fuera los años respetaron. Contagiabas tu alegría de vivir; repartías el don de tu sencillez y prodigabas solidaridad a manos llenas. Como todo ser humano bello y generoso, despertaste envidias, incomprensiones y recelos.

    Hubo quienes no entendieron que tenías el espíritu libre de ataduras y convencionalismos.. ¡Dichosa tú que fuiste así! Pobres mediocres los que no pueden serlo. Amaste a tus hijos por sobre todas las cosas y comprendiste mi pena cuando me arrebataron al mío. Aunque no nos viéramos seguido, tu amistad se mantenía firme, sabías muy bien que el cariño no muere en la lejanía como no pocos piensan.

    Fuiste de las primeras en llegar a verme cuando murió mi esposo y aun en ese triste momento compartimos la alegría de vernos juntas, porque ambas sabemos que la muerte para algunos es el olvido, pero que para nosotras es el recuerdo de las alegrías que sepamos sembrar y de la prodigalidad de nuestras buenas acciones. Allí, ella me dijo que mi esposo, ella lo sabía, era un buen médico y mejor ser humano... No se equivocaba; por eso, aun allí, pudimos sentir alegría.

    Hoy, igual que entonces, se ha ido disipando mi tristeza porque estoy segura de que tu bondad llenará tu ausencia de amables recuerdos. Tu memoria permanecerá altiva y enhiesta como el cerro de la Silla o la cordillera de la Sierra Madre que tanto amaste... y quiero que sepan tú y los que te aman que estas mal pergeñadas palabras brotan del raudal de recuerdos amables de nuestra amistad y no lo hago por la promesa.

    Dirigente del comité ¡Eureka!



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