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Ricardo Raphael

Organizarse: derecho laboral

Maestro en Ciencias Políticas por el Instituto de Estudios Políticos de París, Francia. Maestría en Administración Pública por la Escuela ...

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    15 de octubre de 2007

    El universo sindical es uno de los más opacos que existen dentro del espacio público mexicano. Durante el viejo régimen sólo se podía ver lo que ahí ocurría desde la cúspide del poder presidencial. Los jefes del Ejecutivo mexicano, provenientes todos del PRI, llevaban la contabilidad de los recursos y las prebendas que los sindicatos recibían por parte del Estado.

    Sin embargo, ni los trabajadores afiliados a esas organizaciones, ni los observadores externos de la sociedad, estaban enterados de lo que ahí sucedía. Esa era una de las protecciones con las que contaban los líderes sindicales para perpetuarse en el poder.

    Mientras no tuvieran que rendir cuentas a sus agremiados sobre las cuotas recibidas, sobre los procedimientos para elegir representantes, sobre las negociaciones finas con los patrones, sobre los fondos de pensión o sobre el resto de las prestaciones acordadas, difícil era que un nuevo líder viniera a quitarles su cargo.

    La única regla no escrita fue que los dirigentes aseguraran al Presidente de la República control, orden y votos para beneficio del sistema político. Control para que líderes sociales de la oposición no penetraran el espacio sindical. Orden para que las calles y las plazas se vieran protegidas frente a la eventual presión social de los trabajadores. Y votos para que el PRI siguiera gobernando por siempre.

    Con la alternancia democrática las cosas cambiaron en una sola coordenada. Se cerró la escotilla que, desde la altura del sistema, poseyera el jefe del Estado mexicano. Con la llegada del PAN al poder presidencial, los liderazgos obtuvieron el único tramo de autonomía que les hiciera falta. Sin una autoridad superior que les exigiera, se volvieron inmunes frente a toda intromisión externa sobre sus gremios.

    Tal cosa le ocurrió a los sindicatos que representan a los trabajadores al servicio del Estado —como el SNTE o Pemex— pero también a organizaciones que tienen como patrones a particulares. Es el caso del sindicato minero y otros más. Sin embargo, los más beneficiados de este fenómeno han sido los dirigentes que venden contratos de protección para las empresas privadas.

    Por toneladas se cuentan los afiliados a entelequias que no existen. Trabajadores que pagan su cuota sindical a un dirigente que no eligieron, que son de organizaciones cuya actividad es igual a cero, que no reciben prestaciones ni ven defendidos sus derechos porque su líder es socio de los patrones.

    También por montones se cuentan las empresas que le pagan al mes a ese mismo dirigente a cambio de que sus trabajadores no les vengan con impertinencias.

    En los hechos, esos dirigentes son los dueños de los contratos colectivos de trabajo. Unos papeles que se venden por doble vía: los paga el trabajador con las cuotas descontadas sobre sus salarios y también el empresario cuando entrega la respectiva mesnada al líder sindical.

    La falta de transparencia y rendición de cuentas dentro del universo laboral mexicano es la gran responsable de esta simulación. Sólo el líder sindical está enterado de lo que ocurre en su organización y los demás agremiados sobreviven sin información.

    Así como lo hace en otros ámbitos del espacio público mexicano, el Estado debería tratar de modificar esta infame situación. Reformar las leyes y las normas para que los vientos de la democracia penetren dentro de ese asfixiante lugar. Asegurar la transparencia, promover la rendición de cuentas, impulsar la pluralidad democrática y modernizar la representación sindical.

    Sin embargo, frente a cualquier intento por abrir la escotilla de esas recámaras, los dirigentes más connotados salen a gritar que se está violando el principio de la autonomía sindical. Suelen ponerse con frecuencia un traje que el sastre ni siquiera ha fabricado.

    Quieren que sus cotos sigan siendo islas impunes donde sólo ellos ordenan. No están dispuestos a que sus cuentas se revisen, su número de afiliados se certifique, sus procesos de elección de representantes se validen, sus negociaciones con los patrones se iluminen, las prerrogativas políticas que han adquirido se vuelvan públicas y los cargos que han ocupado puedan ser peleados por otros trabajadores.

    En este estado de las cosas, el derecho a organizarse consagrado por la Constitución es papel mojado. Mientras más autonomía tengan los dirigentes frente a sus agremiados, y menos pueda hacer el Estado para evitar esta tragedia, la garantía constitucional que confiere a los trabajadores la libertad para organizarse carecerá de contenido.

    Tengo para mí que el derecho a organizarse es de los trabajadores y no de sus sindicatos. Son ellos quienes deben decidir el destino de la representación laboral y no sus dirigentes. No obstante, ante el prolongado enquistamiento de esos liderazgos sobre el aparato sindical, dicha prerrogativa ha sido largamente secuestrada.

    Triste es que el derecho social más antiguo de la historia occidental haya perdido su lugar en México. Ocurrió así durante el priato porque al sistema político orquestado por Lázaro Cárdenas le convenían los controles corporativos sobre los grandes agregados sociales. También se perpetuó porque los líderes políticos supieron que podían contar con los dirigentes sindicales para llenar urnas con votos de sus agremiados.

    Luego, durante la primera administración del panismo, el gobierno de la República decidió no tocar a las estructuras sindicales con el objeto de evitarse molestias innecesarias. Sólo hasta el final de aquel sexenio, y con mucha torpeza, Vicente Fox optó por enfrentar las corruptelas del líder minero Napoleón Gómez Urrutia.

    Por su parte, Felipe Calderón ha dado pocas muestras de preocuparse por esta materia. El ejemplo paradigmático de su negligencia es la relación política establecida con la líder vitalicia del gremio magisterial.

    Si el Presidente se va a relacionar con los demás dirigentes sindicales tal y como la ha hecho, para vergüenza de la nación, con la dueña de los maestros, al resto de los trabajadores les queda poco que esperar.

    En cambio, los demás dirigentes sindicales pueden estar tranquilos. Todo parece indicar que el gobierno de la República sabrá guardar el sacrosanto principio de autonomía sindical, aunque con ello se desprecie el derecho de los asalariados para organizarse libremente.

    Analista político



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