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Ricardo Raphael

Libertad de expresión

Maestro en Ciencias Políticas por el Instituto de Estudios Políticos de París, Francia. Maestría en Administración Pública por la Escuela ...

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    24 de septiembre de 2007

    No siempre una mentira repe-tida muchas veces se convierte en verdad. Los directivos de los medios de comunicación deberían saberlo. Aunque ellos gobiernen buena parte de lo que se dice y discute en la plaza pública, para su desgracia —y ventaja de los demás— no son ellos los únicos que cuentan con derecho a utilizar la voz.

    En el México plural que está naciendo, la propagación sistemática de falsedades conduce a ser señalado como un mentiroso.

    Durante la semana que acaba de concluir, el presidente de la empresa televisora más importante del país, Emilio Azcárraga Jean, declaró en la ciudad de Miami que su preocupación a propósito de la nueva reforma electoral es que ésta “representa un ataque a la libertad de expresión… al libre flujo de información y a la libertad de emitir expresiones diferentes”.

    O este señor está mal informado, o bien vive engañado pensando que una declaración sin fundamento —por el solo hecho de ser suya— se convierte mágicamente en una verdad. Aunque las pantallas de las televisoras lo repitan hasta el hartazgo, no hay nada en esa reforma que pueda ser valorado como una agresión contra nuestras libertades fundamentales.

    En todo caso, si se apura el argumento, con ella ocurre lo contrario: esta pieza legislativa iguala las condiciones de los mexicanos para ejercer la libertad de expresión. Y también promueve que sea por vías distintas al spot, como se pluralice y robustezca la deliberación democrática en el país.

    Tiene sentido revisar aquí los argumentos que han normado el criterio de los opositores al nuevo modelo de propaganda política propuesto por el Congreso de la Unión.

    Primero, se ha dicho que la legislación atenta contra la libertad de los actores políticos y de los particulares para expresarse negativamente de sus adversarios. Esta afirmación es falsa. La única prohibición que se observa en el dictamen es que “los partidos” utilicen en su propaganda expresiones que calumnien a las personas o denigren a las instituciones.

    Cabe insistir que esta prohibición sólo se refiere a los partidos. En el territorio de la verdad jurídica, con esta reforma los candidatos y los políticos podrán seguir haciendo uso de la voz en el sentido que mejor les acomode. Igual ocurrirá con los periodistas, analistas, comentaristas, conductores y con todos los ciudadanos en general.

    Nada en ese texto legal impide que en los mítines placeros, en las reuniones de proselitismo, en los artículos escritos o en las entrevistas televisadas o radiofónicas, se haga uso de la voz para decir y hacer con plena soberanía y libertad.

    No ha de caerse en el equívoco de afirmar que la reforma coarta entonces la libertad de expresión de los partidos. Hacerlo así implicaría ignorar que esta facultad constitucional es una garantía individual de las personas, un derecho fundamental ejercido y exigible por los sujetos, y no por sus conglomerados.

    Por tanto, mientras no se impida a los ciudadanos expresarse libremente, no hay ningún atentado contra las prerrogativas constitucionales.

    Segundo, se afirma que la prohibición para contratar propaganda electrónica en radio y televisión limita el libre flujo de información y también la emisión de opiniones diferentes. Algunos analistas transnochados han argumentado, inclusive, que la compra de tiempos comerciales en tales medios debería regirse por el principio de la más amplia libertad.

    Este razonamiento omite, sin embargo, una pieza clave de la realidad: de hacerse de esta manera sólo quienes cuentan con mayores recursos económicos podrían gozar a plenitud del mencionado derecho. Si 90% de los mexicanos ingresan menos de 25 mil pesos mensuales —y el costo de un spot oscila ente uno y tres millones de pesos— ¿cuántos ciudadanos podrían realmente contratar propaganda televisiva en tiempo triple A para expresar libremente su voz?

    Permitir que los particulares adquieran tiempo comercial en los medios electrónicos (televisión y radio) implicaría, en los hechos, restringir la libertad de expresión de la gran mayoría de los mexicanos. O, dicho en sentido inverso, le otorgaría esa facultad sólo a quien posee recursos económicos abundantes para hacerse oír a través de esa onerosa vía.

    En efecto, la prohibición para que los particulares contraten propaganda en tales medios es un mecanismo que tiene por objeto igualar el ejercicio de la libertad de expresión en una sociedad que se pretende republicana.

    Tercero, se dice que reducir la propaganda electrónica con propósitos electorales al uso de los tiempos oficiales es una suerte de expropiación autoritaria e injustificable por parte del Estado. Nuevamente se trata de una interpretación mentirosa del marco legal.

    De acuerdo con la Ley de Radio y Televisión, ambos medios son una propiedad pública que se entrega —en concesión— para que los privados le administren de acuerdo con la naturaleza y función social que esta norma define. Si alguien tiene incomodidad con el asunto, no es ante la legislación electoral donde han de expresarse las quejas.

    Entre las condiciones de concesión que reciben las empresas de radio y televisión, está previsto que el Estado conserve para sí un número limitado de minutos con el objeto de que éstos sean utilizados en beneficio de los asuntos que son de todos.

    Por mandato de ley, los tiempos oficiales son un patrimonio público que por ninguna circunstancia puede asumirse como propiedad de los privados. ¿A qué alma trasnochada se le habrá ocurrido hablar de la expropiación de un bien que ya pertenece al Estado? (Por cierto que la reforma electoral no añadió un solo segundo más a los tiempos oficiales que ya formaban parte del patrimonio de la Nación).

    De nuevo, si los adversarios de esta nueva pieza legislativa no están de acuerdo con el tema de los tiempos oficiales, no es frente al tema electoral que deberían enojarse, ni mucho menos ponerse a mentir tan descaradamente.

    El abuso sobre la ignorancia de los otros tiene un límite. Y mentir sistemáticamente, cuando se tiene una concesión pública también. Esto lo supo muy bien en su día El León, Emilio Azcárraga Vidaurreta, y también El Tigre, Emilio Azcarraga Milmo. Por el bien del país ya es hora de que el tercero de esta estirpe de felinos, Emilio Azcárraga Jean, asuma responsablemente esta lección.

    Analista político



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