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Ricardo Raphael

La traición de los críticos

Maestro en Ciencias Políticas por el Instituto de Estudios Políticos de París, Francia. Maestría en Administración Pública por la Escuela ...

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    17 de septiembre de 2007

    El oficio del crítico social cami-na destartalado por estos días. Como tantos otros que se pasean por la plaza pública en la búsqueda de una definición precisa, también el crítico, y su referente más cercano —el intelectual—, no se hayan en la nueva confabulación de la postransición democrática mexicana.

    Algo de esta penosa experiencia se mostró, como síntoma, el martes de la semana pasada, cuando un número abultado de opinadores acudieron al Senado para combatir el apartado de la reforma electoral que disminuyó dramáticamente los ingresos de los medios electrónicos.

    Una gran mayoría de las voces reputadas, que todos los días se escuchan en la radio y se miran por la televisión, acudieron ahí en su calidad de críticos sociales y también de empleados de los medios. En su discurso, ellos trataron de hacer compatible su doble adscripción pero fueron muy pocos los que lograron resolver las contradicciones.

    Dijeron haber asistido a ese encuentro legitimados por su situación de periodistas, analistas, opinadores, conductores y voceros de la sociedad. Pero al escucharles, las oquedades de su argumentación fueron mayores que las consistencias. Tal fue el resultado de asistir como voces de una organización empresarial a la que, en estricto sentido, ni siquiera pertenecen.

    Sin duda se trató de un episodio que invita a la reflexión sobre el papel que los críticos sociales deberían jugar en la sociedad contemporánea mexicana. Porque eso son, en esencia, varios de los personajes señalados: constructores críticos del cuerpo social. Son “la mosca punzante” —término que utilizaba Sócrates para calificarse a sí mismo— que tiene por tarea provocar, persuadir, agitar y censurar a través de la opinión pública.

    Me hago cargo de que algunos quisieran ubicar sólo a los intelectuales y académicos en ese digno territorio de la crítica social, pero tal cosa sería un error. En una era mediatizada como la que hoy estamos viviendo, el primer criterio para definir a quien se dedica a este oficio es el número de almas que pueden recibir sus mensajes. Así, crítico social no sólo sería aquél que se queja con rigor, sino también el otro que —renunciando o no a un método de argumentación— provoca dudas y reflexiones entre el mayor número de sus pares.

    Aclarado este punto ha de advertirse que la amplitud en la exposición de las críticas no puede ser el único criterio para valorar a quien participa en este oficio. Desde que la memoria alcanza, crítica y moralidad están estrechamente vinculadas a una idéntica tarea. La primera es la vía y la segunda el contenido de una misma expresión humana.

    La aspiración más recurrente de la crítica moral es la veracidad. Si el opinador no modela su mensaje para otorgarle fundamentos de verdad será juzgado, tarde o temprano, como un traidor a su función social. Quizá esta sea la principal diferencia entre la queja y el rezongo. Mientras la queja profesional transmite un sentimiento incordioso pero razonado, el rezongo se queda en el plano de las bajas pasiones, y por tanto termina siendo rechazado.

    Un segundo elemento que dota de legitimidad al crítico es su vinculación con los argumentos que fluyen entre los integrantes de una misma comunidad. Por ello es esencial que la crítica se acerque al lenguaje común. Como advierte Michael Walzer, “el lenguaje natural de la crítica es el pueblo … (ella) toma posesión de ese lenguaje y lo eleva a un nuevo grado de intensidad y poder argumentativo”.

    Sin embargo, quien ejerce este oficio no debe suponer que su verdad es la misma que la de las masas. Su juicio ha de partir de un diálogo con el pueblo, pero no puede pretender contener, en sí mismo, a las verdades del pueblo. Ninguna voz en singular puede hacerse portavoz de las muchas y muy diversas conciencias del plural. Por ello es una pretensión infundada asumir que la verdad puesta en la boca del crítico es la verdad ciudadana. Se cometería el error de representar una falsa conciencia.

    Ahora bien, la tentación del crítico a convertirse en un héroe social está también multidocumentada por la historia de la humanidad. Cuando éste presume de hablar a nombre de todos, el crítico se coloca en una posición condescendiente para consigo mismo; comienza a vivir su épica personal como si se tratara de la épica del conjunto.

    Frente a esta exaltación de la estupidez, la democracia ha encontrado una solución impecable: cuando el poder dejó de matar a los críticos, todos adquirimos el derecho a no admirarles. Así es como las sociedades de hoy hemos logrado colocar a este oficio como uno más entre los cientos de miles que hay. Un trabajo como cualquier otro que no tiene dimensiones de heroicidad.

    Con todo, el crítico es en nuestros tiempos un personaje popular. Como afirma Herbert Marcuse, su tarea es una forma más del entretenimiento. Esta es la razón por la que en su oficio, ahora importan menos los buenos argumentos que los hinchados sonidos y las coloridas imágenes de los propulsores mediáticos. Por esta circunstancia es que algunos han caído en la falacia de pensar que son más críticos, mientras más minutos de pantalla le sean concedidos.

    Esta peculiaridad, a su vez, conduce a otro problema serio para el ejercicio de la profesión. Para ser escuchados y vistos por el ciudadano, dependen de tal manera del poder de los medios, que éstos pueden alienarlos. Así es como se producen los puntos ciegos a donde no alcanza a llegar su crítica. La disyuntiva para ellos es clara: o se mantienen firmes cuando sus reflexiones corren por vías opuestas a los intereses de sus contratantes, o pierden el vasto público que, gracias a sus empleadores, les siguen cotidianamente en su crítica.

    La solución a esta encrucijada no es sencilla: honestidad con la crítica o espacio para celebrarla. La manera como cada uno resuelva esta interrogante terminará definiendo el lugar que estas personas ocuparán en la plaza pública mexicana. Quien elija por la segunda ruta, podrá ostentarse como una estrella del entretenimiento, y quien lo haga por la primera, podrá seguir conservando —con legitimidad— el título de crítico social.

    Analista político



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