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Ricardo Raphael

La reforma nuclear

Maestro en Ciencias Políticas por el Instituto de Estudios Políticos de París, Francia. Maestría en Administración Pública por la Escuela ...

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    10 de septiembre de 2007

    Puestos a escoger, no debería haber duda sobre la más importante de todas las reformas electorales: evitar que el amafiamiento entre los políticos y la televisión siga causando daños a la democracia mexicana. Se trata de un asunto que está ligado al inmoral costo económico de las campañas, pero también con la manera como hoy se deliberan las razones públicas.

    Ni Ernesto Zedillo, ni los reformadores de 1996 imaginaron que un gran porcentaje del alto financiamiento asignado por el Estado para que los partidos pudieran competir en condiciones de equidad iría a parar directamente a los bolsillos de los dueños de las televisoras.

    Según cifras del año pasado, 80% de los recursos de campaña entregados a las fuerzas políticas se utilizó para la compra de publicidad electrónica. Esto significó una transferencia neta de recursos provenientes de los bolsillos de los ciudadanos, que terminaron en las tesorerías de los grandes emporios televisivos.

    Si la democracia en México es cara, ello se debe entre otras razones al mecanismo que permite a los partidos comprar tiempos comerciales para anunciar a sus candidatos durante las campañas.

    Sin embargo, lo ominoso de esta cuestión no se limita al aspecto económico. La centralización de la disputa política en el terreno televisivo tiene una dimensión aún más perversa: el amafiamiento político-mediático tiende a convertirse en el principal enemigo de la comunicación democrática.

    La televisión tiene como defecto de su naturaleza, que es un canal unidireccional de comunicación. Privilegia el monólogo sobre el diálogo entre los seres humanos.

    Esta carencia estructural de la televisión se agrava cuando —producto de las cuantiosas inversiones que se requieren para mantener actualizada la tecnología— se concentra en muy pocas manos la propiedad de los medios y, por tanto, el acomodo de la programación que en ellos aparece.

    Es decir que no sólo se trata de una comunicación monologante sino de algo aún más grave: unos cuantos elegidos monopolizan el derecho a pautar lo que se dice y lo que se silencia en el espacio público.

    En el extremo, este fenómeno se vuelve intolerable cuando los representantes políticos de los ciudadanos quedan inhabilitados para ejercer un contrapeso frente a tal concentración de poder. Cuando se ven forzados a renunciar a temas y causas si éstos contravienen los intereses de las empresas.

    Saben los políticos que si quieren ser tratados con benevolencia, deben gastar mucho dinero en publicidad televisada, provengan los recursos de sus ingresos propios o de los dineros administrados por el Estado. Mientras que en el primer caso, tal como ocurre en Estados Unidos, son los más pudientes quienes terminan haciendo política, en el segundo se concluye premiando a los más corruptos (México es un buen caso para documentar este hecho).

    En el statu quo actual, los políticos saben que para seguir siendo mirados en la plaza pública han de estar en buenos términos con los dueños de las televisoras. Es decir que, para competir ventajosamente por cargos y votos, han de limitarse para no dañar asuntos empresariales de tales consorcios.

    Debe precisarse que esta mecánica perversa no es exclusiva de la democracia mexicana. En todas partes la televisión privilegia el monólogo y concentra el control de la programación. Ambos hechos provocan, cada vez más frecuentemente, que el poder de las televisoras sea superior al de los agentes del Estado.

    De ahí que esta discusión sea una de las más importantes y mejor documentadas de nuestros tiempos. Y también, que cualquier democracia que se valore a sí misma esté preocupada por regular los intercambios entre política y medios televisivos. O lo que Giovanni Sartori denomina, la videopolítica.

    Hasta ahora, la fórmula mejor conocida para evitar esta circunstancia es impedir que partidos y candidatos compren tiempos comerciales a la hora de competir por los votos. De la mano, también se requiere evitar que los gobernantes en turno utilicen recursos públicos para hacerse publicidad personal con los dineros que son de todos.

    Son precisamente estos dos elementos los que están presentes en el núcleo atómico de la iniciativa de reforma electoral que se está debatiendo actualmente en el Senado. Los líderes parlamentarios, Manlio Fabio Beltrones (PRI), Santiago Creel Miranda (PAN) y Carlos Navarrete (PRD) demostraron valentía al colocar el dedo sobre esta crucial coordenada.

    Por esta sola razón, la iniciativa de reforma habría de ser celebrada.

    Es una lástima, sin embargo, que los mismos legisladores hayan debilitado la fuerza de su propuesta cuando —al querer abarcarlo todo— decidieron meter en el mismo saco la remoción de los actuales consejeros electorales. Un hecho que, sin dudas, lastima la credibilidad y la solidez del Instituto Federal Electoral.

    La propuesta de regular la relación entre medios y poder político necesitaba estar blindada de los severos embates televisivos que ya, desde ahora, está enfrentando.

    ¿Qué les inspiró para dejar expuesto un talón de Aquiles tan innecesario? Si la reforma tenía que ver esencialmente con el tema de los medios, pues a esa sola prioridad debieron haber encaminado sus esfuerzos.

    En cambio, los legisladores han puesto a girar la cosa en la absurda disyuntiva de ponernos a elegir entre una regulación que enfrente a la videopolítica —la cual lleva como esferita intocable la salida de los consejeros— o de plano, dejarnos a los mexicanos sin ninguna reforma posible.

    Para seguir democratizando a la República se requiere establecer mejor las prioridades. Y estas se miden en el tiempo. Los consejeros, de no irse ahora, se irán dentro de muy pocos años. En cambio, una legislación que siga siendo tan laxa a propósito de los medios televisivos puede terminar carcomiendo —ahora y más adelante— los cimientos del incipiente entramado democrático mexicano.

    Allá cada quien con su conciencia: los consejeros que podrían ser acusados por haber frenado esta reforma tan importante, los legisladores por abusivos y por meterse en camisa de once varas, las televisoras que han usado el tema del IFE para frenar el conjunto de la reforma, y el presidente Felipe Calderón que, con tal de demostrar que es un gran negociador, está dispuesto a ceder en casi cualquier tema.

    Defensor de la Audiencia de Canal 11, IPN.

    Analista político



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