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Ricardo Raphael

PRD: sí, pero no…

Maestro en Ciencias Políticas por el Instituto de Estudios Políticos de París, Francia. Maestría en Administración Pública por la Escuela ...

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    27 de agosto de 2007

    Inspirado en el personal mesianismo de José Vasconcelos, o quizá en la errática actuación de quien fuera su amigo de juventudes, Vicente Lombardo Toledano, en su tiempo Manuel Gómez Morín escribió: “el mejorismo es tan lento y uno vive tan poco”.

    Curiosa sentencia que invita a la acción política imponiendo un tono de ácida resignación: la virtud de apostar por el gradualismo tiene como único defecto que la vida puede no alcanzar para disfrutar de sus bondades.

    Mejorismo, gradualismo, reformismo o posibilismo, todos son términos que caracterizan un modo de actuación política contrario a la revolución. Se trata de un talante antagónico con la transformación dramática de las instituciones y de la sociedad.

    Gómez Morín creyó un día en la revolución. Lo hizo al punto de ser colaborador estrecho de los generales que ganaron en esa gran guerra civil mexicana. Sin embargo, el abuso, el autoritarismo, la corrupción y el acotamiento de las libertades que el nuevo régimen impuso le llevaron al desencanto.

    Ya para cuando José Vasconcelos le propuso seguirle en un movimiento social convocado para arrancarle el poder a los líderes de la revolución, este gran hacedor de instituciones reaccionó con poco entusiasmo.

    Durante la campaña vasconcelista, sólo la amistad, que no la convicción, le mantuvo en diálogo con su más importante tutor intelectual.

    Él, como la gran mayoría de sus contemporáneos, entendió con el tiempo que la gran diferencia entre los reformistas y los revolucionarios, no era la firmeza de las convicciones, sino la capacidad para ejercer tenazmente el arte de la paciencia.

    No obstante, durante todo el siglo XX mexicano, revolucionarios y reformistas siguieron estrellándose rudamente. Ocurrió así en casi todas las formaciones y organizaciones políticas, incluyendo al partido de Estado que gobernó durante siete décadas.

    Contra lo que pudiera intuirse, dentro de Acción Nacional —partido fundado por Gómez Morín — esta pugna tardó varios lustros en resolverse. Un episodio que expresa bien dicha tensión fue el rechazo que, durante los años sesenta, enfrentó Adolfo Christlieb Ibarrola cuando propuso a sus correligionarios dialogar y negociar con el régimen priista con el objeto de transformar la política mexicana.

    Entonces, la gran mayoría de los dirigentes de Acción Nacional no veía como legítimo ni aceptable el acercamiento de su instituto político con el poder. El choque llegó a su extremo cuando ese partido fuera incapaz de presentar candidato presidencial para las elecciones de 1976. Y, de la mano de lo anterior, cuando quedó marginado, por decisión propia, de la primera reforma electoral que abriera paso a la transición democrática mexicana.

    En contraste, fue la izquierda agrupada alrededor del Partido Comunista Mexicano, quién después de tantos años de defender los principios de la revolución, logró transformarse a sí misma para jugar políticamente con las armas de la reforma. El resultado neto de esta actitud, no sólo le permitió al PCM obtener su registro legal como partido político, sino que logró presentarse ante la sociedad mexicana como una opción institucional y por tanto aceptable para el cambio social. Primero el PSUM, y luego el PMS, se beneficiarían de esta política negociadora de la izquierda.

    Cobra aquí sentido destacar que esta corriente política llegó a la transición democrática mexicana con un talante pactista. Hecho contrario a lo ocurrido con la derecha que, hasta principios de los años ochenta, mantuvo un rígido rechazo a la negociación.

    Sin embargo, con el tiempo los papeles se invirtieron. Sobre todo después de 1988, cuando la izquierda mexicana dejaría atrás su apuesta reformista para pasarse del lado del rechazo a la negociación.

    Ésta es una de las paradojas de la transición política mexicana que algún día tendría que ser estudiada con mayor profundidad.

    Por lo pronto, con respecto al PRD podría decirse aquí que el supuesto fraude cometido en contra de Cuauhtémoc Cárdenas, el hostigamiento que recibió el naciente partido por parte del gobierno salinista y el revanchismo que traían tatuado en la conciencia los ex-priistas recién reconvertidos fueron, entre otras, claves que contribuyeron a explicar esta transformación.

    En la misma época, en cambio, dentro del PAN ganó una corriente encabezada por Luis H. Álvarez, Carlos Castillo Peraza y Diego Fernández de Cevallos cuya apuesta radicó en el pacto y la negociación con el poder.

    Pocos años después, el mejorismo panista terminó demostrando ser una estrategia ganadora para derrocar al régimen de la revolución. Las lecciones recibidas en las urnas, tanto en la elección del año 2000 como en la del 2006 dan prueba de ello.

    En estos días, el PRD se sigue debatiendo entre las posiciones reformista y revolucionaria. El pasado jueves, en una magnífica entrevista conducida por María Amparo Casar, el líder de los senadores perredistas, Carlos Navarrete, subrayó la obvia disyuntiva:

    Están de un lado quienes creen en la necesidad de eliminar cualquier tentación antidemocrática que contravenga a la Constitución (y a la lucha por los medios electorales y pacíficos) y, del otro, los que piensan que es una pérdida de tiempo dedicarse a ganar comicios y hacer tarea legislativa dentro de las Cámaras.

    Es decir, quienes apuestan por la rebelión popular y la “cero negociación” y quienes, sin renunciar a sus convicciones, prefieren construir puentes y pactar con el poder para, desde ahí, volver al PRD una opción viable y creíble de gobierno.

    Mauricio Merino argumentó recientemente en estas páginas que estas dos posiciones son irreconciliables. Y quizá lo sean.

    Sin embargo, cabe mirar hacia la historia de otros partidos para prever también un escenario donde la evolución dentro del PRD termine otorgándole superioridad a la posición reformista.

    Un dato muy sintomático en esta dirección es el hecho de que Alejandro Encinas Rodríguez, reformista confeso a lo largo de su amplia trayectoria política, sea precisamente el candidato de los lopezobradoristas para presidir a su partido.

    Tengo para mí que este solo dato habla de una posible salida a la crisis perredista, la cual podría ser bastante menos catastrófica de lo que algunos han querido señalar.

    El asunto no es menor ya que es muy probable que ningún extremista vaya a contender para convertirse en la próxima cabeza del PRD. Ni Jesús Ortega, ni Alejandro Encinas tienen en su naturaleza ser portavoces del ala radical.

    Analista político



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