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Alberto Begné Guerra

El sentido de la política

Maestro en Relaciones Internacionales por el Instituto Universitario Ortega y Gasset, Madrid, España. Licenciado en Derecho por la Universidad ...

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    08 de agosto de 2007

    El proceso de transición democrática en nuestro país, sin demérito de los significativos avances logrados en la última década, está muy lejos de satisfacer las expectativas generadas por el despliegue de la pluralidad y la alternancia. Tampoco se ha traducido en un ejercicio del poder que le haya dado a la sociedad los resultados que ésta reclama: educación y salud públicas de calidad; empleos estables y bien remunerados; seguridad física y jurídica; infraestructura para el desarrollo y servicios públicos eficientes; nuevas opciones productivas para el mundo rural; soluciones de largo aliento para hacer viables y habitables, con sentido humano, los grandes conglomerados urbanos, y, desde luego, la preservación del medio ambiente, como condición indispensable para la vida de las nuevas generaciones.

    Hace 10 años, cuando por primera vez el presidente de la República dejó de tener mayoría absoluta en el Congreso y cuando, también por vez primera, se celebraron elecciones para jefe de Gobierno en el DF, con el triunfo del PRD, reconocimos que la transición había permitido finalmente el despliegue de la pluralidad. Tres años después, con el triunfo del PAN en la elección presidencial, observamos cómo la alternancia llegaba a la cúspide del poder público. El país había cambiado. La democracia se había instalado. Una revisión básica de cualquiera de los textos, ya clásicos, sobre los procesos de transición a la democracia publicados en las últimas tres décadas permitía sostener que ya reuníamos las condiciones objetivas de la normalidad democrática.

    Y no sólo en el terreno electoral y en la integración de los órganos de representación vivimos cambios tan relevantes. Una transición democrática iniciada en los ámbitos locales había debilitado la fuerza antes avasalladora del poder central, con gobernadores y presidentes municipales surgidos de partidos distintos al del presidente. Un Poder Judicial federal fortalecido en su autonomía y atribuciones a raíz de las reformas de 1994-1995 adquiría un nuevo rol, decisivo, en las relaciones entre los poderes. Los medios de comunicación consolidaban su libertad frente al poder público y abrían espacios a voces diversas, antes excluidas o limitadas a medios de impacto marginal. Y más aún: en los 90, las organizaciones de la sociedad adquirieron una vitalidad tal que, en la efervescencia del cambio democrático, parecían mostrarnos una transformación cívica de proporciones históricas.

    ¿Qué pasó con el proceso de cambio político? ¿Por qué la democracia y los diferentes fenómenos virtuosos asociados a ella no han dado los resultados esperados? ¿Qué explica que nuestro país se haya estancado, cuando parecía que la transición democrática tendría un efecto virtuoso en otras esferas, en particular la del desarrollo? No existe una sola explicación. No caben respuestas simples. Pero no hay duda que la bajísima calidad de nuestra vida política forma parte esencial de esta mala ecuación.

    El problema medular, en mi opinión, radica en que la política vive bajo el dominio de los intereses particulares de quienes de una u otra forma, desde uno u otro espacio, hacemos política; y también de quienes, desde fuera de la esfera pública hacen de la política un instrumento para la defensa y la promoción de sus intereses, con dinero o mediante el uso de viejas o nuevas clientelas y estructuras corporativas. Nos debemos hacer cargo: son pocas las cosas en las que la política le está sirviendo a la sociedad; la mayor parte del tiempo, la mayor parte de las energías, la mayor parte de las capaci-dades, se destinan a esas luchas de intereses que suelen acabar en el terreno estéril de la confrontación.

    En las relaciones entre los partidos políticos, en el seno de los órganos de representación popular, en el interior de los partidos, hemos dejado de lado la exigencia democrática de los consensos mínimos, sin perjuicio de las diferencias inherentes a la pluralidad. Son consensos imprescindibles para el desarrollo. Son las cosas básicas en las que nos debemos poner de acuerdo. Y lo cierto es que únicamente lo podremos lograr si asumimos un compromiso real para dotar de contenidos a la discusión política. La exigencia es recuperar el sentido constructivo de la política en democracia.

    Presidente de Alternativa Socialdemócrata



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