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Ricardo Raphael

Al Gore en México

Maestro en Ciencias Políticas por el Instituto de Estudios Políticos de París, Francia. Maestría en Administración Pública por la Escuela ...

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    30 de julio de 2007

    Durante los últimos años, Al Gore ha recorrido el mundo con el objeto de denunciar la tragedia que el calentamiento global significa para nuestro planeta. Tanto su libro, Una verdad inconveniente, como el documental que lleva el mismo nombre, se han convertido en un interesante fenómeno de opinión.

    Con ambos instrumentos, este líder ambientalista (uno de los pocos globalizados), ha sido capaz de exhibir la barbaridad que los políticos y los gobiernos nacionales cometieron, y siguen cometiendo, al menospreciar la regulación sobre las emisiones de carbono —generadas por los seres humanos— que van a dar a la atmósfera.

    Invitado por el gobierno de la ciudad de México, que encabeza Marcelo Ebrard, Gore estará esta semana en nuestro país.

    Aquí ciertamente continuará con su prédica medioambiental, pero con seguridad también expondrá varios de los argumentos que ha defendido en su libro más reciente: The assault on reason. (El asalto sobre la razón).

    Se trata, como el anterior, de un texto fundado en la credibilidad que despierta Gore, pero también, y muy notablemente, en inteligencia del discurso expuesto.

    En esta nueva obra, el ex vicepresidente de Estados Unidos y ex candidato demócrata para ocupar la Casa Blanca, ha querido llamar la atención sobre el papel empobrecido que tanto las ideas como la razón juegan en la política hoy día:

    La fe en el poder de la razón, es decir, la creencia de que los ciudadanos libres podían gobernarse a sí mismos sabia y justamente a través del debate lógico y de la mejor evidencia disponible —fundamento central de las democracias modernas— está siendo asaltada.

    Ya no es tan cierto, como en otros tiempos dijera Stuart Mill, que las verdades sociales puedan ser descubiertas y refinadas a través de una comparación comprehensiva y libre de las opiniones opuestas.

    Gore lleva 20 años, primero como congresista, luego como vicepresidente y candidato al Ejecutivo de su país, y finalmente como conferencista, intentando introducir el tema del calentamiento global en el debate de la opinión pública estadounidense.

    Sin embargo, razones económicas contrarias al interés general han frenado la ratificación que Estados Unidos tendría que haber celebrado hace ya mucho tiempo sobre el Protocolo de Kioto.

    Este episodio muestra que ahora no son suficientes las buenas razones, ni los mejores argumentos científicos, para mover la voluntad política hacia la ejecución de las políticas deseables.

    Tal y como Gore sugiere, el espacio público democrático ha sido secuestrado por unos cuantos actores que son capaces de imponer sus intereses propios, aunque al hacerlo pongan en riesgo algo tan fundamental como la sobrevivencia de la especie.

    El principal problema estriba en que los seres humanos estamos errando en la manera de comunicarnos: “Hoy los flujos de información funcionan esencialmente en una sola dirección. Sólo van de la televisión hacia el televidente, los individuos reciben mensajes pero no pueden enviarles de regreso”.

    Adverso a lo deseable en democracia, el espacio público se ha feudalizado. Jürgen Habermas tiene razón: no existe un diálogo público suficientemente robusto porque sólo los interlocutores que se encuentran detrás de la pantalla chica están habilitados para expresarse.

    A esta situación se añade el hecho de que los medios electrónicos de comunicación, en todo el mundo, se encuentran cada día más centralizados.

    Como bien describe el autor de Asalto sobre la razón, el capital requerido para poseer y operar una cadena de televisión ha llevado a la concentración, en muy pocas manos, de la propiedad de los principales instrumentos de comunicación.

    En todo el mundo, y Estados Unidos no es la excepción, un grupo muy pequeño de empresas controlan la gran mayoría de la programación televisiva.

    Muchas de las veces, insiste Gore, tal cosa lleva a que sean sólo las razones de esas grandes corporaciones las que dominen el debate de la agenda pública.

    La ecuación perversa se completa cuando los políticos se ven forzados a contar con el apoyo de los medios para ganar sus elecciones.

    Como bien sabemos en México, el dinero y las relaciones políticas que sirven para comprar publicidad televisiva —y el tratamiento favorable derivado de lo anterior— terminan manipulando dramáticamente los resultados electorales.

    Este es el virus, asegura Al Gore, que está llevando a que los músculos mentales de la democracia comiencen a atrofiarse.

    A través de este argumento, por ejemplo, puede comprenderse por qué, sin evidencia alguna, tres cuartas partes de la población estadounidense asumieron como verdad que Saddam Hussein y Osama Bin Laden estuvieron asociados en los atentados del 11 de septiembre de 2001.

    Bastó con que George W. Bush declarara que no era posible hacer una distinción entre ambos personajes, y que la televisión repitiera esta idea hasta la náusea, para que una inmensa comunidad política respaldara a su presidente en la catastrófica guerra contra Irak.

    El argumento del miedo desarmó un debate razonado que era indispensable sostener. Al igual que los terroristas, Bush alimentó el terror entre sus gobernados.

    Luego, la televisión se encargó del resto: el miedo se utilizó compulsivamente para mantener a la gente enchufada a su monitor, es decir, para sostener un elevado rating —que siempre es útil para vender publicidad.

    Como recuerda este autor, en su día dejó de importar la probabilidad real (cada vez más pequeña) de un nuevo ataque terrorista, colocándose en su lugar la magnitud de un hecho imaginable.

    El planteamiento de Gore puede resumirse de la siguiente manera: la política del miedo, en un espacio público monopolizado por unos cuantos medios televisivos de comunicación, termina implicando una suerte de un asalto sobre la razón, elemento indispensable para sostener toda deliberación democrática.

    Cierto es que, en un futuro, el uso de internet ayudará a vigorizar el diálogo entre los muchos. Sin embargo, concluye Gore, tal cosa está aún lejos de suceder.

    La televisión sigue siendo el medio privilegiado para que los ciudadanos intercambien opiniones, para que los políticos ganen sus contiendas electorales, y para que los temas que interesan a todos sean tomados en cuenta.

    En este contexto de amafiamiento político-mediático, tanto la razón como la democracia se enfrentan a su más poderoso enemigo.

    Analista político



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