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Ricardo Raphael

La apuesta por la inclusión

Maestro en Ciencias Políticas por el Instituto de Estudios Políticos de París, Francia. Maestría en Administración Pública por la Escuela ...

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    23 de julio de 2007

    Andrés Manuel López Obrador va de pue-blo en pueblo reconstruyendo un movimiento social que le permita, por una parte, seguir siendo el líder con mayor peso político dentro del PRD y, por la otra, un interlocutor “temido” (y por tanto respetado) frente al presidente Felipe Calderón Hinojosa.

    Por su parte, Roberto Madrazo Pintado, mientras hace un poco de grilla por aquí y otro poco de política por allá, se puso a escribir un libro sobre los avatares que padeció como líder de partido y como ex candidato presidencial.

    En el caso de Patricia Mercado Castro, Alternativa Socialdemócrata, ha tenido que encontrarle un difícil acomodo como presidenta de una fundación para que, controlada y bajo supervisión, pueda seguir ejerciendo su liderazgo.

    En cuanto a Roberto Campa Cifrián, las cosas no son mejores: obtuvo un importante cargo dentro de la actual administración —secretario ejecutivo del Sistema Nacional de Seguridad— pero su relación con el partido que le arropara para contender por la Presidencia se volvió inexistente.

    En todos estos casos la constante ha sido la misma: personalidades súbitamente marginadas del lugar donde palpita el principal quehacer político del país. Ex candidatos estorbosos, cartuchos quemados, piezas sacrificadas, actores satelitales, líderes en búsqueda de un regreso incierto.

    Esta situación provoca consecuencias indeseables: AMLO ha radicalizado su lenguaje para ser escuchado, tanto por los medios de comunicación como por los gobernantes del país; Madrazo sufre el repudio de una buena parte de sus correligionarios; Mercado ha entrado en colisión con la dirección de su partido, y Roberto Campa terminó dejando la política partidaria a cambio de un trozo de burocracia.

    En el pasado más remoto las cosas no fueron distintas: después de la elección del año 2000, Francisco Labastida tuvo que guardarse seis años antes de regresar a un cargo público; Cuauhtémoc Cárdenas terminó convirtiéndose en un respetado conferencista; Gilberto Rincón Gallardo fue eclipsado y tanto Manuel Camacho como Porfirio Muñoz Ledo partieron a buscar calor cerca del sol azteca.

    Sabiendo que el castigo infligido por la derrota tiende a ser elevadísimo, quienes en el futuro deseen ser candidatos a la Presidencia volverán a hacer cualquier cosa (literalmente) para resultar triunfadores. Actuarán conscientes de que en esa partida no queda otra más que jugarse el todo por el todo.

    Aspirar a obtener un premio de consolación (como ocurriera en los casos de Campa Cifrián en el 2006 y de Rincón Gallardo en el 2000), o bien, rebelarse y coquetear con la radicalidad para interpelar al orden institucional (tal y como sucedió en los casos de Cárdenas en 1988 y 1994 o de AMLO en el 2006), no pueden ser las únicas salidas para escaparse de la ignominia.

    El problema provocado por este rasgo del sistema político mexicano no es menor: se pronuncia la deslealtad institucional y, por tanto, se acortan las opciones para modelar el diálogo y la negociación.

    Para resolver este acertijo, la politóloga y consejera para la reforma del Estado, María Amparo Casar, hizo la semana pasada una propuesta muy sencilla, y por ello doblemente inteligente: permitir que los candidatos presidenciales puedan concurrir a dos elecciones al mismo tiempo.

    Para ella, los candidatos presidenciales deberían contar con el derecho a registrarse simultáneamente como candidatos, en las listas de representación proporcional, sea para la Cámara de Diputados o para la Cámara de Senadores.

    Esto permitiría que, al mismo tiempo en que buscan la primera magistratura, cuenten con una red de protección que les autorice, en caso de derrota, ocupar un cargo en el Congreso de la Unión. Se trataría de una pequeña modificación al Cofipe que cambiaría sustancialmente las condiciones materiales de tales líderes partidarios.

    Como ella afirma, de celebrarse esta reforma, los ex candidatos presidenciales se convertirían, pasada la elección, en interlocutores del poder y además quedarían en una situación privilegiada para seguir impulsando el proyecto político que promovieran durante sus respectivas campañas.

    Tal cosa ayudaría, por otra parte, a reducir las tensiones dentro de las instituciones políticas y, desde luego, al interior de los partidos.

    A todos estos argumentos se suma el hecho de que se dignificaría el papel de la oposición: a la circunstancia de haber perdido la Presidencia de la República no se añadiría el riesgo de perder todo lo ganado.

    O de quedar reducido a la posesión del pomposo pero incierto título de “líder moral”. Si así lo quisieran, los ex presidenciables tendrían la opción de continuar siendo líderes reales y materiales dentro de la plaza institucional, evitándose la pena de convertirse en los predicadores de la montaña de junto.

    Retomando el célebre texto de Albert O. Hirschman (Salida, voz y lealtad), el derecho a expresar la voz propia tiende a generar lealtad hacia las instituciones. En cambio, cuando las reglas limitan la posibilidad de actuar y de decir, las personas optan por dar la espalda y despreciar el orden establecido.

    Si los individuos cuyo liderazgo político es amplio, se ven silenciados por esta circunstancia, el resultado es aún peor. La deslealtad de los ex candidatos para con las instituciones desestabiliza la necesaria normalidad democrática. Como ya se advirtió, el mecanismo excluyente en contra suya diezma las posibilidades para modelar las negociaciones dentro de los partidos y, sobre todo, entre las fuerzas políticas.

    Este fenómeno ocurre con mayor gravedad, en el caso de que el líder político excluido posea más apoyo electoral que su partido, tal y como ha sido explícito, durante este último año, en los casos de AMLO o de Mercado.

    De retomarse esta iniciativa entre las propuestas para la reforma del Estado, México daría un paso fundamental para construir un sistema incluyente donde no sólo sean los triunfadores quienes gobiernen el país, sino que en esta tarea también puedan participar —con peso proporcional a los votos obtenidos— todas aquellas personas que contribuyeron a llevar a los partidos al Congreso.

    En muchos sentidos, se trataría de la construcción de un sistema democrático más comprehensivo, donde no sea la ignominia, sino la dignidad, lo que adjetive a las oposiciones.

    Esta sencilla iniciativa demuestra que, en estos complejos días de la política mexicana, sirve infinitamente más la claridad de mente, que los aspavientos o los empellones.

    Analista político



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