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Ricardo Raphael

Sacar la ética del desván

Maestro en Ciencias Políticas por el Instituto de Estudios Políticos de París, Francia. Maestría en Administración Pública por la Escuela ...

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    16 de julio de 2007

    Cuando se trata de pensar y hacer política, en estos días abundan todavía quienes suponen como inútil el uso del juicio moral.

    Se trata de malos lectores de Nicolás Maquiavelo, de quien sólo han conservado la peregrina interpretación de que el fin justifica los medios. Bien harían estos contemporáneos nuestros en echar también un vistazo a su texto sobre los Discursos sobre la primera década de Tito Livio.

    Para este pensador renacentista, la moral —como la medicina o el derecho— ha de ser entendida como la acumulación de las experiencias y los conocimientos que, traducidos en principios, han sido generosamente legados a los seres humanos por sus antepasados para que puedan enfrentar, con fortuna, los hechos y las cosas de su presente.

    ¿Quién puede ser sinceramente eficaz en su actuación si acostumbra despreciar ese repertorio de soluciones sociales encontrado por quienes nos antecedieron? ¿Hasta dónde podría llegar quien practica su albedrío sin brújula ni dirección moral? No hay eficacia posible ni sostenible si se abandona la coherencia entre los principios y la actuación.

    La historia está plagada de inconsistencias que explican la mayoría de nuestros fracasos. Baste echar un vistazo al pasado mexicano para constatar el mal que nos ha provocado la contradicción entre los objetivos y los instrumentos.

    Si se quiere comenzar con el siglo XIX, Antonio López de Santa Anna puede ser un buen ejemplo de tal esquizofrenia: un federalista que enloqueció a la patria cuando optó por los instrumentos del centralismo. Porfirio Díaz fue otro gran emblema de contradicciones: el abanderado de la no reelección que se tardó tres décadas en dejar el poder.

    Luego, ya en pleno siglo XX, aparecieron los revolucionarios, esos hombres que se llenaron la boca con el principio de la justicia social para luego convertir en patrimonio privado y personal un buen trozo de los bienes que debieron de haber pertenecido a todos.

    ¿Y qué decir de los modernos priístas, quienes pregonaron que era posible materializar los objetivos de la Revolución a través de los instrumentos institucionales? ¿O de los perredistas, quienes aseguran que es digno ser un demócrata, sin desprenderse de las seductoras prácticas revolucionarias?

    No sobra señalar en este contexto a quienes, presentándose como portadores de un mensaje alternativo, son incapaces de renunciar a las prácticas más tradicionales. Y también a quienes alaban las virtudes del diálogo y del consenso, cuando en los hechos son refractarios furibundos frente a la crítica o a la negativa del otro.

    Quizá en otras épocas, donde poco importaba lo que cada cual pensara o tuviera por decir, las contradicciones entre principios y prácticas podían ser ocultadas. No obstante, en el presente, donde los hechos públicos son inevitablemente publicitables, las incoherencias suelen notarse demasiado.

    Les guste o no a los detractores del juicio moral, tanto la democracia como la transparencia nos han puesto a los mexicanos en un contexto inmejorable para conducir la política dentro del territorio de la coherencia.

    Y es precisamente por esta razón que la ética resulta ahora de lo más pertinente. Se trata de una herramienta funcional a la hora de concebir una ruta de acción, de seguirle y, sobre todo, de comunicarle.

    En cambio, el engaño, entendido como la negación que los instrumentos hacen de los objetivos, no es sostenible en un contexto de transparencia política y social. Es una de las protecciones más robustas que la recién instalada democracia ha traído a los mexicanos.

    Por ello es que, contrario a lo que algunos predicadores asumen como presumible, el desprecio por la ética, (y también por su objeto de estudio: el hecho moral), termina tarde que temprano siendo el camino más directo hacia el fracaso de la política.

    Desde esta perspectiva, en ningún momento la ética ha de ser entendida como un mausoleo de verdades inmutables, sino como el sofisticado arte que sirve a los seres humanos para asumir responsabilidad sobre los actos propios.

    No se trata de un instrumento teórico, ni mucho menos ideológico, sino de un conocimiento sistemático, metódico y también verificable, para valorar nuestra conducta.

    Tal y como su origen etimológico lo sugiere, la ética es el carácter con el que, tanto los individuos como las sociedades, asumen sus respectivas obligaciones. Y la responsabilidad no es otra cosa que el ejercicio informado y consciente que ayuda a sopesar los alcances de nuestros principios y de los actos que de ellos se derivan.

    Más allá de las confusiones de algunos, la ética debe ser entendida como la valoración racional y razonable que realizamos con respecto a nuestro proceder moral.

    Es el carácter que nos define a la hora de evaluar las consecuencias anticipadas de nuestra conducta.

    Si los principios son inadecuados, o los instrumentos que utilizamos para materializarles son contradictorios, automáticamente se renuncia a conducir las cosas hacia el futuro deseable, lo cual es un sinónimo bastante explícito de la noción de fracaso.

    Por ello es que, en términos de Maquiavelo, la virtud habría de ser vista como un poderoso antídoto contra la ruina.

    En la hora de los autócratas, la facilidad estuvo colocada del lado de la ambigüedad y la contradicción. Entonces no hubo nada de sencillo en la tarea ética. Sin embargo, el solo hecho de que ahora los gobernantes estén forzados a explicar cada uno de los actos que inciden en el espacio público, modifica sustantivamente las condiciones en las cuales ahora se construye la conducta personal.

    Entregar gato por liebre ya no es tan sencillo porque en el presente la opinión ciudadana influye sobre la realidad. Y tal cosa obliga, de suyo, a que en el diálogo y en el debate público se presenten narrativas coherentes. Se trata de una condición impuesta sobre aquellos que desean sobrevivir en el nuevo territorio de la pluralidad.

    ¿Revolucionarios o institucionales? ¿Demócratas o sediciosos? ¿Conservadores o liberales? ¿Alternativos o tradicionales? Con la democracia, cada día será más difícil ser dos cosas en lugar de una.

    Mientras la conducta difusa y neblinosa tenderá a fracasar, la coherencia y la precisión serán mejores aliadas de la política en este siglo XXI. Son tiempos de definiciones, y por eso más vale apurarse para sacar la ética del desván.

    Analista político



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