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Ricardo Raphael

La resignación de Aquiles

Maestro en Ciencias Políticas por el Instituto de Estudios Políticos de París, Francia. Maestría en Administración Pública por la Escuela ...

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    02 de julio de 2007

    A un año de que ocurrieran las elecciones de 2006, el pulso del país continúa con su reiterativo ritmo. La vida cotidiana prosigue: el agua no ha dejado de correr por las tuberías; las calles y las avenidas son las mismas de antes; no hay más empleos, pero tampoco menos; los salarios apenas si han variado; las redes de corrupción se mantienen intactas, y hasta las pugnas políticas son aburridamente las mismas. Quizá sólo se haya incrementado la sensación de inseguridad.

    Doce meses se han deslizado desde el 2 de julio del año pasado hasta este día, sin que alguno de los más terribles augurios se haya materializado. No ocurrió frente a nuestros ojos el terrible choque de trenes, alguna vez profetizado, ni se desató la revolución de los desposeídos, ni tampoco nos aplastaron de una vez y por todas los privilegiados.

    Durante este año estuvimos lejos de rozar los extremos. La visita a las situaciones polarizantes se experimentó fundamentalmente con las palabras, pero nadie tomó las armas ni buscó derrumbar el orden establecido, ni mucho menos se propuso desbaratar los cimientos más profundos del Estado mexicano.

    Todo siguió su rítmico curso porque no había condiciones materiales para modificar drásticamente la realidad. Las instituciones de nuestro país —por momentos tan vituperadas— demostraron ser lo suficientemente sólidas como para encauzar por la vía pacífica los más álgidos conflictos políticos y sociales.

    Por otra parte, ninguno de los líderes políticos que concurrieron a la contienda fue un extraterrestre que tenía como único propósito eliminar a su opositor. Se trató sólo de seres humanos que buscaban, cada uno, ganar con lo que creyeron que eran sus mejores argumentos. Unos acertaron y otros se equivocaron, pero, después de todo, las cosas ocurrieron dentro de un juego institucional y un talante democrático que impidieron llevar las cosas más lejos.

    La historia de México es demasiado densa en episodios abruptos como para dejar de reconocer cuando se presenta un periodo de calma. Hoy puede asegurarse que el 2 de julio del año pasado fue un momento más en la vida política mexicana. Una nota relevante de la partitura, pero también un sonido que no se apartó del pentagrama.

    México es más normal de lo que nos gusta suponer. El tic-tac de nuestro reloj transcurre constante y con pocos sobresaltos. Aunque Aquiles desespere, el lento andar de la tortuga es de lo más cierto en nuestra existencia.

    Con Felipe Calderón Hinojosa el país no ha experimentado cambios luminosos, pero nada indica que con Andrés Manuel López Obrador las cosas hubiesen sido distintas. Ninguno representaba un verdadero parteaguas para el país, porque las instituciones, y también la composición de las fuerzas políticas, implican límites infranqueables para el actual poder presidencial.

    Encarnar en una sola persona la posibilidad de transformación y otorgarle tanta importancia a su subjetivísima voluntad, fue un mero truco publicitario de la pasada contienda electoral. Ni Calderón era el emisario de los tiempos nuevos, ni Andrés Manuel López Obrador un violento y mesiánico revolucionario al que debíamos oponernos todos los republicanos.

    Así como Calderón llegó de acotado a la hora de ocupar su silla presidencial, igual hubiese aterrizado AMLO de haberse sentado en el mismo lugar. Uno y otro generaron deudas durante sus respectivas campañas; uno y otro dependían de sus partidos y de las distintas corrientes políticas dentro de ellos; uno y otro necesitaban negociar con los inmensos poderes fácticos que por momentos amenazan al Estado.

    Cualquiera de los dos hubiera enfrentado un Congreso plural y un país regionalmente diverso. Si se miran los resultados electorales obtenidos hace un año por los legisladores, puede constatarse que ningún candidato hubiera podido contar con una mayoría absoluta en las cámaras.

    En el mismo sentido, mientras Calderón llegó acompañado sólo por nueve gobernadores del PAN, AMLO lo hubiese hecho únicamente con seis del PRD. Y tan importante como lo anterior: en cualquier caso, el Partido Revolucionario Institucional hubiera terminado siendo la bisagra del sistema; es decir, la llave del centro para hacer posibles los acuerdos.

    En estas condiciones políticas, era rematadamente ridículo pensar que AMLO podía convertirse en el Hugo Chávez mexicano. Contrario a lo que sucede en nuestro país, en Venezuela este personaje se volvió lo que es porque las instituciones y los partidos estaban hechos jirones.

    Igual de absurdo era suponer que Calderón encarnaba todos los vicios del derechismo elitista y conservador. Muy lejos está el actual jefe del Ejecutivo de ser Silvio Berlusconi. Su historia personal en nada se parece a la de este fatal emblema italiano del neoliberalismo contemporáneo.

    La historia y los países de donde Chávez o Berlusconi provienen poco tiene que ver con la realidad mexicana. Ambos han sido y son el resultado de una etapa de anormalidad en sus respectivas naciones. Son “chipotes” extraños a la rutina democrática porque sus estados estaban políticamente quebrados.

    Nada de lo aquí expuesto debe ser tomado como una negación a los severos y grandes problemas que en el presente subsisten dentro de nuestra normalidad institucional. Esta normalidad no es éticamente buena ni satisfactoria. Todo lo contrario, es injusta y lamentablemente desigual.

    No obstante, una mirada al último año político nos permite saber que, en el futuro, toda modificación de la realidad ocurrirá dentro de la cadencia de lo normal. Obrarán más efectivamente en México las variaciones en el margen que los giros de 180 grados.

    Este año transcurrido debería servirnos como una valiosa experiencia para aceptar humildemente nuestra cotidianidad, tan rematadamente normal. Quizá sólo a través de esa aceptación podremos volvernos más eficaces en el futuro para emprender las transformaciones deseadas.

    Aunque este hecho pueda parecer desalentador para los que quieren pronto y ya un México nuevo, de ahora en adelante modernizadores, progresistas y revolucionarios, todos por igual, tendrán que forzarse para domesticar sus irrefrenables ansias de velocidad con el complejo arte de la paciencia. Virtud muy saludable a la hora de aceptar que la realidad en estos días es perezosa para moverse.

    Sin embargo, la única condición saludable para dejar atrás la cadencia de Aquiles sería que los mexicanos no dejáramos de avanzar.

    Analista político



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