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Gabriela Cano

Miss México, 1928

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    29 de mayo de 2007

    Los concursos de belleza son rituales de la cultura contemporánea tan controvertidos como perdurables. Son noticia, espectáculo televisivo, fuente de escándalo y objeto de críticas bien fundadas.

    Desde los años 70, el feminismo ha señalado que estos certámenes fomentan la noción de que la juventud y el atractivo físico son las principales cualidades de las mujeres, además de promover una noción racista y convencional de la belleza femenina.

    Los concursos de belleza fueron blanco preferido de la crítica feminista desde la emblemática protesta de 1968, cuando durante el concurso Miss América las feministas llamaron la atención de los medios al tirar cosméticos y zapatos de tacón alto -"instrumentos de tortura cotidiana"- a un gigantesco bote de basura, para simbolizar su rechazo a la imagen convencional de la belleza femenina. Al inaugurarse en la ciudad de México el concurso Miss Universo 1978, un grupo de activistas organizó un llamativo acto de protesta a las puertas del Auditorio Nacional para denunciar al evento que presentaba a las mujeres como objetos sexuales.

    Pero los concursos de belleza no siempre han promovido una imagen tradicional de la mujer. El triunfo de María Teresa Landa, a los 18 años de edad, en el concurso Miss México 1928, y su participación como representante del país en el concurso internacional efectuado al año siguiente en Galveston, Texas, dio amplia divulgación y legitimidad a los cambios en la imagen y el papel social de las mujeres jóvenes que se impuso en ciudades de todo el mundo durante los años 20.

    El ideal de "chica moderna", que María Teresa Landa encarnó a cabalidad, rompía con conceptos tradicionales de la mujer victoriana, "el ángel del hogar", que vivía en función del padre o el marido. "Desde finales de la Gran Guerra -explicaba Miss México en entrevista- las sociedades han desechado modos de pensar anticuados y ahora reconocen que las mujeres poseen un espíritu lleno de energía".

    Bajo la influencia del cine y al son del jazz, las chicas modernas (las flappers en Estados Unidos o las pelonas en México) salieron a las calles procurando verse atractivas con el pelo corto y esos vestidos rectos que dejaban al descubierto la pantorrilla y favorecían una silueta rectilínea ajena a la figura acinturada del corsé y las faldas hasta el tobillo que 15 años antes eran atuendo obligado. A diferencia de las mujeres de una generación anterior, las chicas modernas se divertían en bailes, el cine o en la práctica de algún deporte, y se afanaban por verse atractivas mediante el uso de sombreros, ropa nueva y cosméticos que muchas veces compraban con los modestos salarios que habían ganado como oficinistas o profesoras.

    La aspiración de autonomía era frecuente entre chicas modernas como María Teresa, quien declaró a la prensa su intención de "ser independiente en todos los aspectos de la vida". Educada en un convento y en la Escuela Normal, Landa estaba convencida de que "las mujeres que estudian son tan capaces como los hombres" y por eso se había matriculado en la carrera de odontología, que prometía un futuro profesional estable.

    Sólo otra de las finalistas, Luz Guzmán, aficionada a la lectura y al baile flamenco, tenía inclinaciones intelectuales; las demás concursantes habían adoptado la moda flapper y disfrutaban de las diversiones modernas, pero no estaban a la altura de María Teresa en otros aspectos; Maruca Morales y Micaela Canales, aficionadas al cine y admiradoras de actores de moda como Ramón Novaro y Rodolfo Valentino, habían dejado de ir la escuela porque estaban convencidas de que la ciencia daba dolores de cabeza, mientras que Enriqueta Lorda manifestó su admiración por la heroína de La bella durmiente, que encarnaba su máxima aspiración: dormir tranquila.

    Posar en traje de baño era requisito indispensable en ambos concursos. Aunque muchas personas juzgaban inmoral el traje de baño femenino, María Teresa se animó a presentarse a las sesiones de fotografía que se llevaron a cabo en la alberca Esther de la ciudad de México, porque sabía que en las playas francesas y en las albercas estadounidenses era aceptable que señoras y señoritas lucieran "medio desnudas, es decir, mostrando las rodillas y parte del muslo".

    Tras el concurso, la vida de María Teresa "se convirtió en un ajetreo": visitas a la tienda de sombreros y a la modista, bailes en su honor y hasta un desfile en carros alegóricos por las calles de la ciudad. En Galveston, Texas, la rutina fue aún más agitada: "Todos los días recibíamos una agenda de compromisos que apenas daba tiempo suficiente para cambiarse de vestido".

    No obstante, guardó recuerdos agradables del concurso internacional, de su amistad con las otras participantes y de las ofertas de trabajo que recibió de estudios de cine y de revistas estadounidenses, que halagaron su vanidad pero que rechazó para regresar a México donde la esperaba su novio Moisés Vidal, de 39 años de edad, con quien contrajo matrimonio al poco tiempo.

    Al año siguiente, María Teresa Landa volvió a figurar en la prensa, pero no en la sección de sociales sino en la nota roja. En un arranque pasional, Landa asesinó a su marido, al enterarse de su bigamia al estar casado con otra mujer. Aunque, en su caso, no existían atenuantes al delito de homicidio, la joven viuda fue absuelta del crimen que confesó: "Quise matarme yo, pero lo maté a él".

    Las artes oratorias del abogado defensor, José María Lozano, conocido como El príncipe de la palabra, y el manejo escénico de la reina de belleza explican tanto la decisión del jurado popular que perdonó a la asesina como la actitud del público que recibió el fallo con una ovación interminable. La estrategia del abogado fue presentar a Landa como víctima de la sociedad y de los abusos de un hombre: una mujer débil, incapaz de contralar sus pasiones, y con características propias de la mujer tradicional y no de una "chica moderna", de criterio independiente.

    Por su parte, María Teresa Landa representó el papel de viuda arrepentida, una mujer frágil: el luto riguroso -vestido, cofia y velo negro sobre los ojos- su confesión y respuestas, y sobre todo su llanto, conmovieron al jurado y al público que atiborró el salón de sesiones de la cárcel de Belén.

    El caso de María Teresa Landa fue el fin del jurado popular porque hizo evidente que los integrantes del jurado eran más susceptibles al virtuosismo oratorio de los abogados, al manejo escénico de los acusados y a las influyentes opiniones de la prensa que a las razones jurídicas. El sonado juicio representó también un golpe al ideal de la "chica moderna", que enfrentó una fuerte resistencia durante muchos años.

    Profesora-investigadora de la UAM



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