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Mauricio Merino

La fontanería de la democracia

Mauricio Merino es doctor en Ciencia Política por la Universidad Complutense de Madrid. Ha escrito y coordinado varios libros y ensayos sobre ...

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    09 de mayo de 2007

    Preocupados por los grandes asuntos de la reforma del Estado (tan grandilocuente y vasta), es probable que los pequeños temas que definen la administración pública cotidiana pasen inadvertidos. Así somos: nos gusta inaugurar grandes obras y nos molesta la fontanería. Sin embargo, la organización y la gestión atinadas de los asuntos públicos son una condición necesaria para el éxito o el fracaso de la democracia.

    Es verdad que la pluralidad política está reclamando nuevas reglas del juego. Hace tiempo que el país padece un evidente rezago entre la nueva distribución del poder y las normas que lo organizan. Buena parte de los defectos de nuestra vida en común se debe a los problemas que genera un diseño institucional que fue pensado para otro régimen, y que hoy tropieza casi todos los días con sus propias limitaciones. Ya sabemos que la transición mexicana se cifró, casi exclusivamente, en las cuestiones electorales y dejó pendiente el resto de las reglas indispensables para que la democracia no sólo repartiera el poder entre los partidos, sino para que también resolviera problemas públicos de manera eficaz.

    Pero el atributo de la eficacia no depende solamente de los grandes trazos que promete la reforma del Estado que está en curso, ni descansa por completo en los pesos y contrapesos que se establezcan entre fuerzas políticas diferentes. Es un asunto más simple y (probablemente) más aburrido, pero no menos importante: la eficacia se refiere a la forma en que opera la administración pública, para hacer posible que las políticas y los programas que lleva a cabo el gobierno cumplan su cometido. Un atributo que, en un régimen democrático, supone además respeto por el espacio público y eficiencia. No es casual que la teoría del Estado moderno haya nacido por la necesidad de explicar la dominación burocrática, ni que ésta sea la expresión más concreta del poder político del Estado.

    En México nos hemos ocupado durante mucho tiempo de las reglas y de los medios para llegar a dominar y controlar esa maquinaria, pero le hemos dedicado mucho menos atención a la forma en que opera todos los días. Y es muy probable que el nuevo debate sobre el tipo de Estado que deberíamos tener (en busca de un mejor equilibrio entre las fuerzas políticas en disputa) vuelva a dejar de lado la operación cotidiana de la administración pública. Seguramente, por ejemplo, el debate sobre el cambio de régimen de gobierno despertará mucho más interés que el fortalecimiento del servicio profesional de carrera; o el diseño de un nuevo federalismo, que el sistema de contabilidad pública del gobierno; o las garantías sociales que habrá de ofrecer el Estado, que la forma en que se implementan las políticas públicas. Sin embargo, esos otros temas propios de la fontanería pública, constituyen la condición necesaria para que los primeros cobren sentido práctico.

    Hoy tenemos un Estado con graves problemas de operación que, sin embargo, muy rara vez se atribuyen a los defectos de la gestión pública cotidiana. Necesitamos contar con un régimen fiscal más robusto, pero gastamos muy mal el dinero público; es preciso fortalecer a los gobiernos locales, pero la mayor parte de sus integrantes carece de experiencia y capacitación para desarrollar sus tareas; hay que buscar un mejor equilibrio entre los poderes Ejecutivo y Legislativo, pero no tenemos un sistema de rendición de cuentas por resultados, ni registros contables confiables, ni métodos de control y de vigilancia que midan con claridad el desempeño de los funcionarios; queremos pesos y contrapesos políticos, pero la transparencia en las organizaciones públicas es todavía un proyecto pendiente.

    Por otra parte, mientras se ponen en marcha los trabajos para reformar el Estado, la administración pública sigue viviendo una pugna soterrada por el control de los cargos burocráticos de confianza, a contrapelo de las normas que establece la ley del servicio profesional de carrera; mientras se diseña un nuevo federalismo, los partidos y el gobierno disputan la designación y las funciones de los delegados de la Administración Pública Federal; mientras imaginamos nuevos controles políticos entre poderes, nos enteramos de nuevos actos de corrupción originados por la falta de un buen sistema de registro contable y de vigilancia pública de los gastos; mientras se piensa en una nueva mudanza del sistema electoral, en el IFE se discute la libre designación de los cargos que deben sujetarse a las normas de su propio servicio profesional de carrera.

    La verdad es que, al querer separar esos dos planos de las instituciones, nos estamos haciendo trampa. Los ingredientes de la información pública, del servicio profesional de carrera, de los sistemas contables confiables, de las políticas orientadas a resultados, del control de procesos y de la evaluación objetiva del desempeño (todas esas cosas que pertenecen a la fontanería de la administración pública) son indispensables para lograr que el Estado funcione. Sin ellos, cualquier proyecto de reforma topará con las viejas rutinas burocráticas que siguen vigentes en todo el país, y que se vuelven en contra de la eficacia de la acción pública.

    Si nuestras políticas sociales son regresivas, si nuestro sistema fiscal es insuficiente, si la política de seguridad pública está en crisis, si los gobiernos locales no acaban de funcionar, es en buena medida porque hemos despreciado la fontanería de la gestión pública, creyendo que la sola pluralidad política y los contrapesos entre partidos resolverían los problemas públicos. Y ahora corremos el riesgo de caer una vez más en el mismo error: pensar en los grandes temas del Estado que nos gustaría poseer, sin contar con los medios administrativos para hacerlo posible.

    La consolidación de la democracia en México debe pasar por la fontanería de la administración pública. Es necesario prestarle atención, pues de lo contrario se seguirá creyendo que todo puede suceder si los partidos se ponen de acuerdo en los grandes problemas. Y eso no basta, pues también hay que resolverlos.

    Profesor investigador del CIDE



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