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Ricardo Raphael

No a la aristocracia participativa

Maestro en Ciencias Políticas por el Instituto de Estudios Políticos de París, Francia. Maestría en Administración Pública por la Escuela ...

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    30 de abril de 2007

    Miércoles 25 de abril por la mañana. Todos se saludan y festejan. Los espaldarazos son sonoros, fuertes los apretones de mano y las sonrisas, muecas infinitamente repetidas para simular franqueza.

    Cada uno confirma con sus gestos la pertenencia a una misma identidad: forman parte de la clase política mexicana.

    Durante más de 20 años han sido actores centrales de una pieza teatral conocida. Algunos de ellos aprendieron el oficio en lo que antes se llamaba la familia revolucionaria; otros llegaron después de la transición democrática para integrarse a una comunidad más diversa pero no mucho más amplia.

    La ceremonia tiene como propósito hacer explícita su voluntad para reformar al Estado. Los discursos ahí pronunciados se parecen tanto porque el acento retórico es también eje de las semejanzas. Dieciséis piezas de oratoria lo confirman.

    La gran mayoría de los asistentes comparte el ánimo cooperativo previsto por el ritual. Es una nítida demostración de que, contrario a lo que se percibe por la población, la clase gobernante puede ponerse de acuerdo en las cuestiones más importantes de la República.

    No importa que algunos oradores hayan utilizado la tribuna para subrayar las razones de su desconfianza, el hecho relevante es que todas las fuerzas políticas, los poderes Legislativo, Ejecutivo y Judicial, y también los poderes locales están presentes.

    De cara a la opinión pública, se demostró ahí que los líderes políticos mexicanos son capaces de dejar a un lado los escrúpulos que les separan para colocar en su lugar a los acuerdos. Desde que el PRI dejara de hegemonizar el espacio público, pocas veces se había visto algo parecido.

    Una pregunta inoportuna brota sin embargo al observar el ambiente: ¿bastará con ese nuevo talante cooperativo para reconstruir la confianza política que le hace falta a la sociedad mexicana?

    El recelo de la población no sólo proviene de la mala relación entre los gobernantes. Las pugnas y los desacuerdos políticos de la última década han amplificado la falta de credibilidad en las instituciones, pero sería un error asumir que es ahí donde se encuentra el epicentro de la crisis de legitimidad del Estado mexicano. En el corazón de la desconfianza late más bien otro argumento: el de la exclusión.

    Cierto es que recientemente los vientos de la pluralidad han transformado la fisonomía institucional del país. Ahora son más las opciones electorales a las que puede apelar la población. Se han construido además potentes herramientas para la rendición de cuentas y el acceso a la información.

    Con todo, México se ha dotado de un mejor sistema de pesos y contrapesos para reducir las arbitrariedades de los poderosos.

    Sin embargo, como anotara recientemente Guillermo O´Donnel, no alcanzan los controles horizontales entre las instituciones del poder para que la ciudadanía aprecie sinceramente al Estado democrático.

    También han de estar presentes otros dispositivos eficaces para la relación entre los gobernantes y los ciudadanos. Sin otros instrumentos distintos al voto, no es una democracia amplia y plural lo que se constituye, sino algo muy diferente: una suerte de aristocracia participativa. Un sistema donde sólo una pequeña élite plural conserva para sí el monopolio del poder.

    El riesgo que corre la nueva reforma del Estado radica precisamente en esta coordenada. Si de lo que se trata es de volver más eficaz la relación entre los poderes y los poderosos, ésta no despertará ningún entusiasmo social. En cambio, sí la futura reforma se hiciera cargo de las prerrogativas de los ciudadanos, la cosa sería muy otra.

    Al ciudadano le importa poco si en México se parlamentariza el sistema político, o si se sube el umbral para disminuir el número de partidos que lleguen al Poder Legislativo, o si una nueva reforma hace más eficaces a las autoridades electorales.

    Desde 1996, en el espacio público predominan las discusiones sobre las reglas que norman el acomodo y reacomodo de la clase gobernante, pero muy poca cabida ha tenido, en contraste, la deliberación sobre el ejercicio eficaz de los derechos y las obligaciones de los ciudadanos.

    Probablemente por ello es que, a pesar de la transición democrática, las circunstancias de las personas de carne y hueso han variado muy poco.

    Por ejemplo, acudir a un juez para recibir justicia sigue siendo un acto de consecuencias inciertas, ser votado en las elecciones continúa una prerrogativa que sólo poseen unos cuantos, acudir a un hospital público para recibir un tratamiento conveniente es casi un milagro, y la educación que imparte el Estado mexicano es de tan pobre calidad como lo era hace una década.

    ¿De que sirve que entre los políticos se mejore la relación jurídica, si las obligaciones que el poder institucional tiene para con los gobernados se viven de manera tan precaria?

    Esta es la razón por la que la nueva reforma del Estado habría de ocuparse, por sobre todas las cosas, del capítulo primero de la Constitución; es decir, de las garantías individuales (formales y materiales) que habrían de configurar al futuro acuerdo político democrático. Sólo a partir de ellas podría verse como sincera la posterior tarea de reformar a los poderes.

    Larry Diamond escribió hace un par de años una máxima que hoy se escucha útil para imaginar la constitucionalidad deseable del Estado democrático mexicano:

    "Sólo si el ciudadano se siente libre para organizarse, para demandar, para protestar, sólo si puede expresar sus diversos valores e intereses, sólo si los medios de comunicación son capaces de reflejarles, de investigar y de exponer los respectivos puntos de vista, sólo si las decisiones administrativas y las políticas públicas se someten al escrutinio de la sociedad -todo ello sin ningún temor, ni a cambio de favor o concesión ilegítima alguna-, es que la democracia puede construir un espacio público plural que asegure su permanencia".

    Y para que tal cosa ocurra no basta con que la clase política se reúna y se apapache a sí misma. La celebración codiciada es otra donde los ciudadanos tengan voz, pronuncien sus discursos, influyan en el devenir de las instituciones y, sobre todo, sientan como propia cada una de las transformaciones.

    Analista político



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