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Ricardo Raphael

Los párrocos provincianos de la justicia

Maestro en Ciencias Políticas por el Instituto de Estudios Políticos de París, Francia. Maestría en Administración Pública por la Escuela ...

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    02 de marzo de 2007

    A veces es de dudarse que algunos ministros de la Suprema Corte de Justicia de la Nación sepan cuál es el papel que están llamados a jugar. Con frecuencia dan la impresión de estar tan alejados de la vida real y enclaustrados en su torre de marfil, donde sientan precedentes e imparten justicia como si el mundo a su alrededor siguiera siendo plano.

    No es anecdótico, ni liviano el episodio ocurrido a propósito de los militares infectados con VIH/sida, a quienes las Fuerzas Armadas habían decidido suspender sus derechos. Es cierto, y hay que celebrarlo, que a la postre, ocho de los 11 ministros que componen a la SCJN protegieron a estos ciudadanos mexicanos.

    Gracias a la particular argumentación de José Ramón Cossío, y al apoyo que éste obtuvo por parte de una mayoría de ministros, se pudo señalar la inconstitucionalidad de la norma castrense que discrimina a los efectivos del Ejército que se encuentran en esa situación. Ahora habría de esperarse, en consecuencia, una pronta reforma legislativa para asegurar que el mando militar no continúe procediendo en contra de quienes, dentro de sus filas, hoy son víctimas de esta epidemia.

    Sin embargo, lo que asombra y también indigna es la supina ignorancia que los otros ministros exhibieron durante esta deliberación. ¿En manos de quién estamos los ciudadanos? ¿Cómo pueden juzgar jurídicamente asuntos del siglo XXI si sus cabezas se quedaron atoradas en el siglo XIX?

    Cuando Mariano Azuela Güitrón se atrevió a comparar a los enfermos de VIH/sida con niños griposos que podrían regresar a clases una vez que estuviesen curados, lo único que confirmó es que no tiene la más remota idea sobre este tema. Hay que anunciarle a este ministro que lamentablemente todavía no existe cura para el sida. Y también que se puede ser portador del virus durante muchos años sin que los síntomas de esta enfermedad lleguen a manifestarse. Claro está, si quien le padece cuenta con atención médica adecuada para enfrentarla.

    ¿Habrán considerado que al negarle a los militares amparados su derecho para ser reinstalados estaban también decidiendo que el costosísmo tratamiento que merecen les sería negado? En su caso, impedirles el acceso a la salud que su puesto en las Fuerzas Armadas les otorga tiene como implicación directa lanzarlos apresuradamente a la muerte.

    Expresiones como las que se escucharon en el sentido de que esta epidemia se trasmite por la picadura de insectos, por el sudor, o por el aire, tienen ya más de dos décadas de haber sido desechadas. Hoy es imperdonable que un alto funcionario del Estado mexicano como son los jueces, ministros y magistrados desconozca esta información.

    Pero aun más recriminable es que se pongan a hacer pedagogía negativa sobre la sociedad con sus abultados prejuicios. Porque eso es lo que en realidad hicieron con sus ignorantes valoraciones. Le dieron a los dueños de restaurantes, a los directores de escuela, a los capitanes de empresa y a todo un largo etcétera de patrones y empleadores el argumento para despedir fulminantemente a todo niño, mujer, o varón que sea seropositivo. Si el Ejército actúa así, pensarán, ¿por qué el resto de la sociedad estaría impedida para imitarle?

    Los ministros deberían saber que además de sentar precedentes jurídicos, norman criterios sociales y culturales para el comportamiento cotidiano de los ciudadanos.

    Por otra parte, sin ser explícitos, es posible presentir la manera como el tema de la homosexualidad castrense se esconde detrás de sus enredadísimas telarañas. No sobra aclararle a estos señores de la toga negra que hace tiempo quedó descartado el VIH/sida como una epidemia exclusiva del mundo gay masculino.

    Y aún si así fuera, nada sería tan despreciable como que ahora el Ejército también se dispusiese a cesar homosexuales. Sólo eso nos falta. Corrijo, peor aun sería que Azuela Güitrón, Genaro Góngora Pimentel y Sergio Aguirre Anguiano, bastiones de una moralidad en desuso, sancionaran como positiva una atrocidad de esa envergadura.

    México necesita una SCJN moderna, informada de los asuntos que cotidianamente enfrenta la sociedad a la que juzgan. Un tribunal superior que esté consciente de las enormes repercusiones que tienen cada una de sus resoluciones. Necesitamos, por tanto, ministros menos convencidos de su verdad y más comprometidos con la verdad. Juristas justos y no párrocos provincianos.

    Analista Político



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