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Carlos Monsiváis

´¿A dónde vas que más valgas?´

Carlos Monsiváis es ante todo un hombre observador. Escritor que toma el fenómeno social, cultural, popular o literario, y que, con rápido b ...

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    18 de febrero de 2007

    L o urbano es hoy el don de negociar a diario la armonización de los opuestos, de los contrastes entre fealdad genuina y belleza prefabricada, entre la prosperidad que le llega a unos cuantos y la pobreza que se expande.

    En América Latina lo urbano es también lo reacio a la disciplina, el milagro del orden pese a todo, la combinación siempre incierta entre fortaleza y fragilidad, lo que en sí mismo empieza y se consume, lo que casi sin paradojas le permite a la generación actual desquitarse de la indiferencia que le han de profesar las venideras ("Con tal de que no nos olviden del todo, aquí les dejamos estas ruinas").

    En el siglo XX y casi hasta nuestros días, las ciudades de la frontera norte de México se han especializado en armonizar las improvisaciones. Ya que aquí nos quedamos, por lo pronto hasta aquí le damos importancia... las ciudades se arman con la paciencia y la impaciencia de los migrantes, y sus ensueños y ambiciones; han querido vivir en Estados Unidos y no lo han conseguido, fundan dinastías aprovechando la vigilia donde se aguardan las oportunidades, se diseminan entre los cerros y organizan las colonias populares, descubren cómo el intercambio de credulidades afianza los prestigios ("Sé que eres un gran médico, y tú mejor que nadie aprecia el gran abogado que soy").

    Por sobre todas las cosas, las ciudades del siglo XXI documentan la victoria del espacio sobre el tiempo. Tiempo habrá siempre, espacio ya no. Mientras las urbes se extienden, sus habitantes típicos (los más) se restringen a departamentos y casas pequeñas, y sus otros habitantes típicos (los menos), los millonarios y multimillonarios, habitan en espacios reducidos o amplificados por las medidas de seguridad y consolidan la certidumbre última: la soledad perfecta de un triunfador exige una recámara que les parecería el infinito a las 20 personas acumuladas en cualquier cuarto de las colonias populares.

    Ferozmente caóticas, las ciudades de la frontera norte se rigen por la contradicción irresoluble de la supervivencia ("Ya que vamos a seguir aquí, procuremos irnos cuanto antes"), y por el deslumbramiento ante el vecino imperial, Estados Unidos de América.

    "Me fui de Comala porque me dijeron que en Los Ángeles vivía mi padre, un tal Pedro Páramo"

    Si algo se conoce de las ciudades fronterizas es el sistema de viajes de la gran mayoría de sus residentes:

    Del rancho, que es el tedio redimido por las sensaciones periódicas de importancia, a la ciudad donde el anonimato es sinónimo de la clandestinidad,

    de la ciudad pequeña a la obtención de libertades desconocidas,

    de la mirada fija en ensoñaciones a la dureza de las oportunidades,

    del goce del aprendizaje del inglés al recuerdo de los cielos azules y las regiones límpidas,

    de la familia tribal a la familia nuclear,

    de la numerosa descendencia a la descendencia que se ajusta al tamaño del departamento pequeño,

    de la intolerancia que aborrece lo distinto a la tolerancia que se inicia como resignación ante las conductas ajenas que no se pueden modificar,

    del ágora creada en un patio de vecindad al saludo apresurado en el condominio,

    de las veladas familiares al autismo televisivo,

    de la protección violenta de la honra a la defensa (a veces violenta) del derecho al adulterio,

    del aprecio idolátrico de lo moderno a la nostalgia por lo tradicional,

    de la imposibilidad de concebir las religiones no católicas a la conversión a otra fe como otra de las migraciones posibles.

    En la experiencia de los habitantes de la frontera norte su "matriz formativa" (lo que les indica que se enfrentan ya a otros paisajes vitales es la novedad de las esperas). Ya aguardan la lluvia, la solución de un trámite agrario, la llegada del candidato; ahora esperan en los autobuses que van a la frontera, esperan en la línea, esperan la obtención del trabajo, esperan el trabajo, el que sea, esperan el transporte y la vivienda. Y mientras lo hacen diseñan mentalmente sus casas o departamentos definitivos, cómo le haremos para que quepan las cosas y las personas, los muebles se restrinjan por si llegan los parientes, que en la recámara la cama sea muy ancha porque los grandes colchones sueñan multitudes, que los niños lo sepan de una vez por todas y se acostumbren: el apretujamiento no es la promiscuidad, el frote de los cuerpos no siempre enciende la lujuria.

    Hasta hace pocos años, los criterios y las satisfacciones de la estética poco o casi nada tenían que ver con la frontera norte. Lo bonito es exigencia de la segunda generación, ya distanciada de su austeridad campesina y su decoración con Virgen de Guadalupe y, nuevo centro del hogar, su aparato de televisión en torno del cual giran las alegrías y las desesperanzas. Como regla general, el afán por conseguir muestras de lo bonito surge de las ofertas en la televisión o en los periódicos, de la observación de los gustos que van poblando las ciudades a nombre del nomadismo de la sensibilidad. Y lo bonito es lo chillante, el colorido que enceguece, las reproducciones de temas religiosos, las copias de cuadros famosos, las ofertas de los supermercados, las ofertas una y mil veces...

    "Cuando llegué aquí a la frontera, nomás traía puesta mi gana de irme pronto"

    El espacio físico lo reduce por la explosión demográfica de las personas y de la pobreza; en el espacio social, lo público y lo privado se asemejan y se intensifican las geografías de la exclusión y las geografías de la inclusión pese a todo. Si hay un sentimiento utópico es el del poder adquisitivo, y si hay un ámbito valorativo es el de la avidez migratoria que localiza las extensiones de terrenos baldíos, se instala en ellas y al cabo de 20 años, acompañada de autoridades, las presenta como un "gran desarrollo urbano".

    Y a la frontera norte la define un hecho cada vez más frecuente: la ciudad (la totalidad, el concepto) ya no responde a las nociones tradicionales y más bien se aviene a quienes se proponen vivir allí por un tiempo, el suficiente para disponer la partida. "Nunca pensé quedarme" es muy distinto a "ya me voy".

    Ciudades de paso, eso han sido Tijuana en Baja California, Matamoros, Reynosa y Nuevo Laredo en Tamaulipas, Nogales en Sonora, Ciudad Juárez en Chihuahua. El fugitivo de las regiones o de la capital llega a la frontera y modifica sicológica y socialmente la provisionalidad del medio, y procura carecer de reacciones ante el narcotráfico y ante la violencia, la señal más trágica de la urbanización. En las últimas décadas la movilidad espacial en la frontera norte detiene su aceleramiento y aparecen las señas de la perdurabilidad (instituciones, personas, vida cultural, historia recuperada, centros de enseñanza superior, localización de orgullos locales).

    Escritor



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